El Rincón de los Relatos


Le encantaba el mundo de las hadas. Prados de verdes infinitos, flores de tonos irreales, animales existentes sólo en su mente. Melissa amaba correr y correr por el pasto siempre amable al pisar en él. Le gustaba agitar su mano en el rocío del ambiente, sentir como cada gota era tan diferente una de la otra. Disfrutaba el tintinear de las hadas del prado que en su hombro se posaban para susurrarle misterios. “¿Qué haces aquí Melissa?” le preguntaban las hadas que jugaban con ella. “Estoy dónde no se puede escuchar” respondía ella apuntando a una pequeña mancha en el horizonte.

A las escondidas jugaban Melissa y sus invitados en un castillo gigantesco cuyas torres se perdían en las nubes. Sus amigos eran niños como ella. Se ocultaban, a veces se oían sus débiles murmullos tratando de desaparecer, sus pasos sigilosos retumbaban igualmente en los vastos corredores. Era un mundo perfecto. “¿Por qué te escondes Melissa?” le preguntaban sus compañeros de juego. “Porque aquí no me encuentra” respondía Melissa y se volvía a ocultar en una de las miles de habitaciones del castillo.
Allá, en un mundo sin castillos, el hermano de Melissa tomaba la forma de un pulpo de mil brazos que insistían con sus ventosas llenas de un deseo prohibido, repugnante. El animal reía, gemía, sin culpas, sin corazón. Sus inquietas extensiones laceraban todo lo que intentaban tocar, destruían inocencias, ennegrecían purezas, dejaban marcas invisibles que ni el tiempo conseguiría derrotar. Pero Melissa no estaba allí, se fugaba apenas olía ese deseo vomitivo del pulpo y sus mil brazos cerrando los ojos para ocultarse en una de las torres del gran castillo.

“¿Cómo llegaste aquí?” le preguntaban los azulejos, las hadas y los niños. “Tan sólo hice lo que las bestias siempre parecían empeñarse en hacer” y abrió su mano y dejó escapar una esfera de luz, resplandeciente, santa, y subió hasta llegar aún más allá de lo que la vista puede alcanzar.

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