OCACIONALMENTE ALGO INTERESANTE

martes, 13 de noviembre de 2007

Libertad Perpetua

El Rincón de los Relatos

Melissa volaba por los aires montada sobre un hermoso pegaso de un blanco prístino y aletear destellante. Se dejaba llevar, sonreía, gritaba, hablaba con las estrellas, visitaba la luna. Sus largos cabellos rubios se dejaban llevar por un viento perfumado con frutas de todos colores. “¿Adónde vas Melissa?” le preguntaban los azulejos que acompañaban su vuelo. “Adonde no pueda sentirlo” respondía Melissa y no lloraba sino que reía y levantaba su brazo como quién blande una espada para volar aún más lejos.

Abajo, muy lejos de los cielos, la madre de Melissa se había transformado en un lobo, rabioso, enceguecido, atacante. Sus garras tomaban miles de formas, algunas punzantes, otras ardientes, muchas veces lacerantes. Pero Melissa no estaba allí, escapaba apenas veía a la bestia con su flamante caballo alado lo más lejos que se pudiera alcanzar, adónde las garras del lobo no pudieran llegar.


Le encantaba el mundo de las hadas. Prados de verdes infinitos, flores de tonos irreales, animales existentes sólo en su mente. Melissa amaba correr y correr por el pasto siempre amable al pisar en él. Le gustaba agitar su mano en el rocío del ambiente, sentir como cada gota era tan diferente una de la otra. Disfrutaba el tintinear de las hadas del prado que en su hombro se posaban para susurrarle misterios. “¿Qué haces aquí Melissa?” le preguntaban las hadas que jugaban con ella. “Estoy dónde no se puede escuchar” respondía ella apuntando a una pequeña mancha en el horizonte.


Lejos, en el reino de la mancha en el horizonte, el papá de Melissa mutaba en una bestia de dientes filosos, babeante y de voz de ultratumba. El monstruo gritaba en un idioma incomprensible pero dañino a los oídos. Su voz tenía una magia maligna que empequeñecía a las almas de quienes la escuchaban. Pero Melissa no estaba allí, huía apenas sentía el murmullo de las palabras del monstruo llamando a las hadas y sus varitas mágicas que la llevaban a miles de millas del horizonte manchado.


A las escondidas jugaban Melissa y sus invitados en un castillo gigantesco cuyas torres se perdían en las nubes. Sus amigos eran niños como ella. Se ocultaban, a veces se oían sus débiles murmullos tratando de desaparecer, sus pasos sigilosos retumbaban igualmente en los vastos corredores. Era un mundo perfecto. “¿Por qué te escondes Melissa?” le preguntaban sus compañeros de juego. “Porque aquí no me encuentra” respondía Melissa y se volvía a ocultar en una de las miles de habitaciones del castillo.


Allá, en un mundo sin castillos, el hermano de Melissa tomaba la forma de un pulpo de mil brazos que insistían con sus ventosas llenas de un deseo prohibido, repugnante. El animal reía, gemía, sin culpas, sin corazón. Sus inquietas extensiones laceraban todo lo que intentaban tocar, destruían inocencias, ennegrecían purezas, dejaban marcas invisibles que ni el tiempo conseguiría derrotar. Pero Melissa no estaba allí, se fugaba apenas olía ese deseo vomitivo del pulpo y sus mil brazos cerrando los ojos para ocultarse en una de las torres del gran castillo.


Pero Melissa no podía correr por siempre. Su realidad era un encierro, uno tenebroso lleno de fantasmas engañosos que decían amarla mucho para luego mostrar su verdadera forma. Una condena al parecer perpetua, llantos al parecer sin fin. Pero Melissa guardaba un último secreto, un deseo, un escape. Una noche decidió revelarlo, una noche que los monstruos descansaban en sus cubículos hechos de arbustos de espinas. Ella quería volar, correr, ocultarse para siempre y las hojas filosas con que las bestias hacían sus comidas ella lo lograría.

“¿Cómo llegaste aquí?” le preguntaban los azulejos, las hadas y los niños. “Tan sólo hice lo que las bestias siempre parecían empeñarse en hacer” y abrió su mano y dejó escapar una esfera de luz, resplandeciente, santa, y subió hasta llegar aún más allá de lo que la vista puede alcanzar.

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