OCACIONALMENTE ALGO INTERESANTE

lunes, 4 de septiembre de 2017

Torres


Emergieron violentas de los suelos alcanzando en segundos una altura tan inalcanzable que a pesar de ser sólidas y espigadas se arqueaban casi apuntando a cada uno de nosotros. La perplejidad fue total. Las ciudades más grandes del mundo se vieron rodeadas por estas estructuras imposibles cuya única atribución posible viene más allá de los límites de nuestra vista. ¿Sería este el fin del mundo? ¿la invasión alienígena tan anticipada? ¿una más que extraña anomalía geológica? Las especulaciones del primer día de sus apariciones se vieron rápidamente aplastadas al llegar la noche cuando miles de luces comenzaron a iluminar pequeñas ventanas en las torres y a dejar claro que no estaban vacías sino repletas de vida nunca antes contactada.

Como si Hollywood siempre hubiera tenido razón, aviones, tanques y soldados se aproximaron a las torres en esperanzas de hacer conexión y recabar algún pedazo de información útil. Los soldados no encontraron puertas, los aviones vomitaban metralla que las torres absorbían como esponjas, los tanques ni siquiera pudieron mermar un ápice de las estructuras. Siguiendo con la lógica humana, solo entonces vinieron los intentos de comunicación. Pero ni a gritos, ni a señales de luz, ni a frecuencia modulada respondían desde las torres impávidas brilando bajo el sol a pesar de ser intensamente negras.

Científicos civiles, locos y de los otros, conseguían llegar cada vez con mayor facilidad a las zonas de las torres a realizar sus propias investigaciones sin embargo sus conclusiones terminaban en una hilera interminable de especulaciones. Cuando se descartó como evidente el peligro, todas las personas podían acercarse a los pies de los rascacielos a admirarlos, a sacar sus propias conclusiones y luego a rendirles culto, deificarlas, escalarlas hasta el máximo, se crearon pequeños comercios alrededor y paseos turísticos bien informados. Enfermos de toda clase acudían a recibir los milagrosos influjos de los reflejos nocturnos de las torres y psíquicos y quirománticos llevaban sus carismáticas adivinaciones junto a los negros muros del acero más duro jamás conocido.

Se va a cumplir un año desde que convivimos con las torres y nunca ha pasado nada salvo la iluminación por las noches. Los espacios en los noticieros ya han dejado de hablar de ellas, los militares han retirado sus puestos de vigilancia y los turistas han volteado hacia otras atracciones. La vida volvió a ser normal, incluso las torres se volvieron normales. Yo mismo solía mirarlas todos los días, primero con pavor, luego curiosidad y finalmente creo que como todos ya no me doy cuenta de su existencia. Ya ni siquiera se habla de ellas, ni una conversación matutina, ni un niño mirándolas con el asombro de un ignorante, nos hemos acostumbrado hasta a la sombra que proyectan durante el día. En los diarios del día destacaba una joven modelo que había sido vista sin maquillaje y en la oficina el tedio habitual inundaba los puestos de trabajo. ¿Mañana? trece grados la máxima, en el promedio de un día nublado en Agosto.

Parecía que esperaban este momento. Como pastizales arrancados del suelo, las torres despegaron hacia el cielo sin hacer un solo ruido. Mientras surcaban los cielos sobre nosotros, explotaron en miles de pequeñas cajas negras sin fondo cayendo rápidamente hacia el suelo para dejarnos atrapados entre sus paredes divididos en grupo pequeños de no más de diez personas. ¿Quién sabía cómo romper las estructuras? ¿quién sabía cómo escapar de ellas? Todo lo que sabemos son las millas de la tarjeta de crédito que necesitamos para visitarlas en verano y que puede o no que te cures del cáncer al estar cerca de sus murallas negras pero dudo mucho que esa sea la preocupación de un diagnosticado ahora.

A mí y a un grupo de personas nos rodean cuatro muros hasta ahora sin techo el cual comienza a cerrarse lentamente, a velocidad de despedida. Apenas quedamos completamente a oscuras, todo el cubo de transparenta y nos deja ver como nuestra ciudad desaparece sin ningún efecto especial, sin explosiones ni escombros ni fuegos de artificio. En cosa de minutos no queda nada, ni siquiera caminos, ni siquiera una tapa de alcantarillado, ni siquiera un rastro para ser descubiertos milenios más tarde por arqueólogos experimentados.

En cosa de horas se levanta su nueva ciudad. Pulcras edificaciones de cristal, autos voladores que recorren los cielos con sus estelas de rojo y fuego, parques y prados por doquier y alrededor nuestro empiezan a asomarse criaturas a observarnos con curiosidad. Todos corremos hasta la muralla transparente y gritamos por ayuda pero parece ser que no nos ven, no nos oyen, por fuera las paredes siguen siendo intensamente negras.

Todos los días lanzan un gas al interior de la prisión que aparentemente es lo que nos mantiene sin sed, sin hambre y entregados en paz a no tener destino. Por fuera, decenas de criaturas llegan con diferentes y extraños aparatos, golpean la muralla, expelen sonidos intraducibles y vuelven al día siguiente con otros adminículos, con la cara llena de alegría a pesar de no hacer contacto con nosotros. Están llenos de ganas de saber qué hay del otro lado y hasta ahora, ninguno se ha puesto a vender chocolates a precios rebajados o pequeñas figuras de colección de los cubos negros para la buena suerte.



Una de las criaturas, que taladra por fuera con una especie de láser verde, descubre que no hace mella en la estructura pero al poner su mano en la zona donde ha trabajado siente un calor tan intenso que grita del dolor. Tiempo después, todos los autos voladores emitirían un resplandor verde al navegar.

martes, 14 de febrero de 2017

Constante

Rincón de los Relatos
La batalla estaba perdida desde el principio y por suerte un manojo de rebeldes lo sabía. La fructífera perla azul arrancaba su brillo eterno con manos rabiosas, ínfulas de diosa invencible y determinación avasalladora. Preocupados del brillo de nuestros propios reflejos nos fue imposible si quiera darnos cuenta del casi fatídico final de nuestro otrora hogar y tuvimos que correr por primera vez con los depredadores a nuestras espaldas. Heladas infernales y crudos veranos, volcanes con precisión milimétrica y grietas engulléndonos famélicas, desiertos quitándonos el agua de las manos y tormentas de nieve rancia, todos nos obligaron a salir disparados hacia el espacio sin ningún rumbo ni destino más que seguir la marcha y agradecer día a día poder levantarnos para seguir la marcha un día más. Y otro día y mes y año y décadas y siglos.

 Así al menos es la historia porque los recuerdos de épocas antes de nuestro huevo metálico en el espacio se han perdido casi todos y los que quedan están rodeados de misticismo e incredulidades. Ese pasado impreso en los suelos de la Tierra donde se cuenta que el cielo a veces era azul y a veces verde, de jornadas eternas bajo una estrella placentera, incluso se dice que los niños agarraban tierra a puñados para comer de la misma fuente como si sospecharan que era un platillo tan exclusivo, tan infinitamente delicioso. “Algún día llegaremos a probar uno igual” me dice Jofisena mientras trotamos por el sendero de la plaza visiblemente exhausta por mi actitud depresiva.


Antes era un recuerdo lejano, de cuando le hacía preguntas incómodas a mamá “¿de verdad los árboles salían solos del piso?”, “¿de verdad tenían lagunas kilométricas?” “¿de verdad podías viajar por días sin recorrerla por completo?” y cosas así. Cuando preguntaba sobre los puñados de tierra solía decirme “Tranquilo, vamos derecho para allá. Además dicen que tenía mal sabor” como creerle algo así si todos los niños lo hacían. La voz de mi madre se pierde con todas las personas que me han dicho lo mismo. Cuando la cúpula de la nave comienza a simular el amanecer lo primero que todos hacemos es mirar por las ventanas y verificar que todo siga negro. Eso nos calma, nos dice que seguimos en camino.


Mientras más crecía y más responsabilidades adquiría me fue importando menos el asunto de la tierra y los amaneceres sintéticos. Con mi mente ocupada en la academia de ingenieros mecánicos y luego en mis primeros empleos empecé a buscar las maneras de hacer mejor mi trabajo, de ganar más dinero para comprar un departamento en la punta de la nave, de ascender a jefe de ingenieros y luego: ver crecer a mi hijo para convertirse en ingeniero y en jefe de ingenieros todo más rápido que yo,  ocupar mi tiempo libre en el trote o en el fútbol, emborracharme con mis excompañeros de academia. Empecé a mirarme al espejo más seguido, no soportaba ganar peso o verme con ojeras o perder el cabello y llené mi calendario de sesiones y ejercicios y eso es lo primero que hago en la mañana y lo último al despuntar la Luna virtual. Hace muchísimo tiempo dejé de mirar la ventana al espacio exterior.

“La nave va hacia allá hijo” a pesar de que han pasado 40 años de su muerte sueño con la voz de mi madre prometiendo el puñado de tierra al final del camino. Es algo reciente, ahora que estoy retirado viviendo solo en mi enorme departamento a metros del gran ventanal del frente de la nave. Cuando era niño quería que viviéramos aquí para ser los primeros en ver el nuevo planeta. Cuando lo conseguí ya no era el mismo, estaba contento por escapar de los pedestres barrios pegados a los enormes y ruidosos motores traseros. El aire sintético me parecía más limpio de este lado del mundo.

“La nave va hacia allá hijo” estoy seguro será lo último que escuche antes de morir. Hasta entonces, saldré todos los días de mi casa recorriendo a pie los 20 kilómetros de largo de la humanidad sobreviviente hasta llegar a la muralla metálica que nos separa de los motores. Soy el único ahí, sentado escuchando el constante sonido del viaje, el bramido del homo sapiens en medio de años luz de nada.

Acá se escuchan fuerte pero he notado que el rumor de los motores se oye hasta la punta de la nave. Es lo que nos mantiene con vida. Saber que los días siguen pasando. Los motores continúan encendidos. La nave nunca detendrá su avanzar constante. Por los siglos de los siglos.