OCACIONALMENTE ALGO INTERESANTE

martes, 19 de mayo de 2020

El Último Hijo

Comienza el domingo y para Miguel es el día de visitar a su madre. Luego de la ducha, y sin darse cuenta, se viste con su mejor tenida, lustra los zapatos que ella le regaló, se pone las colleras que le dejó su padre y se apresta para verla. “Miguelito, mi’jito” recita estirando su mano para acariciarlo, pero no puede. “Te lo compré para que lo uses” se enojó con un rostro gracioso que Miguel ama y trata de traer a la vida las veces que puede. “Sí mamá” le dice activando el nuevo aditamento para su laptop. Al lado de su madre, el rostro de Miguel salta de la pantalla hacia una proyección tridimensional casi sólida y lo sería si fueran una familia más acaudalada que pudiera conseguir lo último en tecnología.

Miguel nace en el año 2020, hacia finales, en su casa, un acontecimiento envuelto en una época donde nacer en un centro médico es cosa de locos. Con un doctor asistiendo desde el altavoz de un smartphone, el parto es un éxito y mientras Miguel aprende a llorar, es llevado a una habitación solitaria con un trozo de plexiglás en lugar de puerta y una pantalla en lugar de un móvil sobre su cuna. Gracias a los contactos japoneses del padre de Miguel, se instalaron junto a su cuna unos brazos robóticos cubiertos de espuma que se mueven según un control remoto accionado siempre desde una razonable distancia.

“Mi niño lindo, cómo está mi niño lindo” dice su madre mientras empuja las palancas del mando hacia el centro. Los brazos rodean a Miguel con un calor casi humano mientras el susurro cariñoso de su madre lo acurruca desde la pantalla. “Es hora de comer mi’jito”. Todo un evento. La madre se pone un embudo en sus pezones para extraer su leche hacia una mamadera. Luego, usan un auto a control remoto cubierto por una bolsa plástica para colocar la botella y dirigirla justo frente al trozo de plexiglás de la habitación de Miguel. Entonces el padre, vestido al estilo astronauta, limpia la mamadera con extrema cautela “apúrate o se enfría” le gritan siempre. Finalmente se aleja para abrir una pequeña puerta de gato que acciona de lejos con un hilito el cual reemplazan por uno totalmente nuevo para cada una de estas operaciones. El auto entra hasta quedar debajo de los brazos mecánicos y ellos recogen el valioso alimento y se lo dan a Miguel. Todos los días. Siete veces al día.

Cumple un año y tiene que aprender a caminar. Los brazos mecánicos lo sacan de la cuna y por primera vez sale de la habitación. Es algo de lo más complejo. Sus padres, vestidos herméticamente, sacan el trozo de plexiglás entero e instan a Miguel a gatear fuera de su redil. Torpe, temeroso, como si le esperará un abismo más allá de la línea que dejó un año de encierro, tiene que ser sostenido por los guantes de su padre para atravesar hacia el nuevo mundo. Se pone de pie de inmediato, dio un paso de inmediato. Sus padres jurarían que hizo el gesto de clavar una bandera mientras lo hacía.

Le enseñaron a ponerse el traje hermético, le enseñaron a lavarse las manos, a toser dentro del codo, a utilizar la laptop, a sanitizar todo lo que toca y desechar todo lo que usa. Come en la mesita instalada en su habitación mirando a sus padres, cada uno con su rostro desde un smartphone. Va a clases todos los días vía school-link y juega videojuegos en línea con sus amigos. Crece soñando ser periodista y termina postulando al Instituto de Educación para ser profesor.

Así, ahora se dedica a enseñar como su padre siempre predijo. Lo hace desde su habitación de siempre aunque, esta vez, dividieron la casa en dos para que él y su madre tuvieran espacios realmente separados. Él no lo sabe pero su madre se conecta furtivamente a school-link para verlo hacer clases con un usuario oculto. Lo admira más que a nadie. Eso estaba haciendo cuando dio su último respiro y su laptop, midiendo la ausencia de su frecuencia cardiaca, dio aviso a Miguel, al resto de la clase y los servicios de salud de forma automática. Nunca sabría que esa alerta sanitaria fue por su madre.

El conductor de la ambulancia llama a su puerta y le habla a través del comunicador, así se entera. “Conécteme cuando esté sucediendo por favor” Miguel le compartió su número de contacto y por la ventana vio la camilla con el cuerpo cubierto en plástico negro. El streaming del funeral comenzó 30 minutos después. Miguel no se perdió un solo segundo.

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La muerte es inminente, los inútiles del grupo deben dejar los árboles. A quince macacos, con serias dificultades para prensar la cola a las ramas más delgadas en la copa de los árboles, les fue imposible alimentarse por días gracias a la explosión demográfica de su colonia. Demasiada competencia hábil. Decidieron bajar a la superficie donde abundan los peligros. pero también abundan las frutas, ya demasiado maduras, por no decir podridas pero comestibles, nutritivas. No se dan cuenta que ya están mordisqueadas por un asalto de zarigüeyas que no pudieron completar su festín ante la carrera de una pantera buscando buenas presas.

El mono come por primera vez esa fruta, la primera ya caída del árbol, la primera compartida con otra especie y la primera en cargar un patógeno presto a multiplicarse en un nuevo receptor, uno que no lo conoce, no como la zarigüeya ya acostumbrada a lidiar agresivamente con él.


De esos quince simios, siete sobreviven al virus. Todos ellos tendrán una floreciente, poderosa descendencia, una que podrá comerse a las zarigüeyas mismas sin temer a nada.


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Miguel muere de viejo, muy de viejo como fue el sueño de toda su sociedad. Su piel termina virgen de contacto humano, su nariz libre de las memorias de algún perfume de su madre o de la pipa de su padre, sus ojos vidriosos como el plástico de una pantalla, sus pies no supieron de polvo ni pavimento. Cuando deja de respirar, una señal es enviada al centro de salud donde una ambulancia automatizada se despacha hacia su casa. Bajo enormes árboles, su funeral es ejecutado por robots y transmitido en vivo por streaming. Nadie lo ve.