La vida real esta llena de historias heroicas, gente que hace lo imposible por los demás. Pero no lo hacen para que los premien con desfiles o ganar fama por las pantallas de la televisión. Son personas a las que nadie conoce, a las que nadie saluda, a las que nadie agradece. De aquellas historias tratan las "Crónicas de Héroes Cotidianos".
TURNO NOCTURNO
Nueve de la noche de un helado viernes invernal. Comienza el turno nocturno. Al principio es algo relajado. Recorremos las calles con la inmensa ambulancia con la marca de un hospital público en busca de algún accidente casual. Mi compañero se frota las manos buscando calor mientras yo sostengo la mirada en frente para no perder detalles de las calles. No nos hablamos mucho pues a ambos nos es desagradable el turno nocturno de un fin de semana. Muchos accidentes, muchos por torpezas de ebrios conductores y caminantes.
Una y Treinta de la madrugada y el café de las doce está en pleno efecto. El radio suena desde la central de llamados. “Carro 14 ¿me copia?”, “Carro 14, copiamos” dice sin emoción mi compañero. “Accidente vehicular, rotonda Grecia, automóvil contra muro de concreto, cuatro pasajeros, cambio” informa la operadora que siempre nos parece alguien distinta. “Vamos en camino, siete minutos, cambio y fuera” termina la comunicación. Mi compañero me mira y con la cabeza apruebo y enciendo la sirena. Tantas veces he escuchado la sirena que ya casi no me percato de su ulular continuo.
Nos convertimos entonces en el moisés de las autopistas, los autos se abren para dejarnos la ruta libre. Reflejamente presiono el acelerador a fondo y el volante se dirige al lugar del accidente antes que yo piense hacia donde ir. Nunca se me ha quitado el pavor a correr así por las calles, pensando en la ironía de terminar en la parte de atrás de otra ambulancia. Pronto aparece la escena del accidente. Un auto familiar ensartado contra el muro central de la rotonda, rodeada de un par de personas que se esmeran por ayudar y unos veinte que curiosean morbosamente.
“Vamos” le digo a mi compañero apenas se detiene la ambulancia. Bajamos de ella y mientras buscamos las camillas, cuelleras y vías repaso la ya memorizada rutina “Preguntar nombre, buscar reacción, tomar pulso, inmovilizar cervical”. Dependiendo del problema introducimos vías o comenzamos RCP o detenemos hemorragias. Nada más allá.
Corriendo vamos con camillas en los brazos y llegan los bomberos para sacar a los atrapados y poder socorrerlos. “Tenemos trabajo” pienso olfateando. Tantos años en este trabajo que al oler la sangre derramada por un trauma se cuando proviene de tejidos vivos y cuando de carne muerta. Esta vez es penetrante, burbujeante, torrentoso, doloroso, indica personas luchando por vivir. Mi mente deja de divagar y entra en el campo.
“¡Yo atiendo a la señora, tú al conductor!” le ordenó a mi compañero que corre a tomarle los signos vitales al conductor que recién rescatado por bomberos yace inconciente en el suelo. Dos niños están aún entre los fierros del auto.
“¡Señora! ¡¿Me escucha!?” busco reacción, “¡¿Me escucha?!” insisto mientras un conductor conciente me pasa un objeto “lo tenía la señora cuando la saqué del auto” señaló su licencia de conducir “Ana María Torres Hernández, nacida en 1961” es todo lo que sabré de ella, lo único que necesito. “¡¿Ana María?!” un débil murmullo. Acerco mi oído a su boca “Ayuden a mis niños” me dice desesperada. Tan cerca de la muerte y se preocupa por sus hijos, las madres siempre son así. “No se preocupe, los bomberos los van a sacar” la tranquilicé. Miro a mi compañero que está aplicando electrochoques al conductor, se da cuenta que lo observo y mueve su cabeza positivamente.
“¡Nos llevamos a los adultos, otra unidad viene por los niños!” le grité al capitán de bomberos entre sirenas, llantos, alaridos y caos. Le hago una señal a mi compañero y asistidos por la gente caritativa nos llevamos a ambos en nuestra ambulancia. Ahora al hospital.
En la entrada de urgencias nos esperan dos equipos de profesionales armados con estetoscopios. “¡Mujer, 46, pulso débil y constante, trauma en la cabeza, pulmones colapsados!” doy mi rápido reporte mientras dejo que se lleven a la herida a un box de trauma quedándome atrás pues mi deber ha finalizado. Mi compañero y yo nos quedamos mirando como se discuten teorías y tratamientos, como desaparecen en los pasillos del hospital. Nosotros, de vuelta a las calles.
Los niños llegaron justo cuando subíamos a la ambulancia, ambos con vida y despiertos. Bastó verles los ojos para saber que sobrevivirían. El radio otra vez. Dos pandilleros adolescentes baleados han quedado tendidos en la acera. Cosa de todos los días.
A veces pienso en lo que pasará después. La mujer y su marido sobreviven, se deshacen en llantos y agradecimientos a los médicos que les salvaron la vida a ellos y a sus hijos, les juran recordarlos de por vida y siempre cumplen la promesa volviendo cada un año al hospital a dejarles algún regalo a los doctores. Pero nunca recuerdan la ambulancia, olvidan en que notas estaban afinadas las sirenas que gritaban su emergencia y de nuestros rostros ni hablar.
Son las seis de la mañana y los primeros rayos de sol nos ayudan a despertar un poco y nos indican el fin del turno. Mi compañero me recuerda a la familia de la rotonda “llamaré para saber como les fue” me indica. “Todos a salvo carro 14, padres en UCI, hijos alertas y activos” nos dice robóticamente una operadora distinta a la del comienzo del turno. Es mi primera sonrisa de la jornada, la primera de mi compañero, nos felicitamos con la mirada. Sabemos que no nos recordarán pero nosotros no nos olvidaremos nunca de ellos, cuando salvamos a alguien siempre nos parece el primer rescate, igual de emocionante, igual de gratificante. Sabemos que ningún doctor podría salvar vidas si nosotros no se los colocaramos en las camillas. El radio suena y nos envía al último accidente del turno. Presiono acelerador y activo la sirena que siempre se escucha más fuerte después de noches como ésta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario