Cristina llega a eso de las nueve de la noche al departamento 903 del nuevo edificio habitacional construido en un elegante barrio de la ciudad. En las noches, sólo las luces del noveno piso se encienden pues por ahora la única residente de los 15 pisos es Cristina. A sus 27 años, es independiente, profesional, la estrella gerencial de la empresa, soltera, convencida de la buena vida que ahora disfruta.
Todas las mañanas Cristina baja por las escaleras hasta al recepción y cuando llega hace lo mismo escaleras arriba, es su momento de ejercicio y relajo mental. Eso si, la noche es su favorita. Le encanta subir las escaleras en penumbras pues pareciera que nada más excepto ella existiese dentro del edificio, la voz de sus reflexiones es lo único en el ambiente.
Ese día de invierno llegaba como siempre al solitario edificio, llovía a cantaros y el cielo tronaba de vez en cuando. Cristina se sentía cómoda con días como ese. De alguna forma la liberaban, la incesante lluvia, la violencia de los truenos, los intensos pero fugaces relámpagos, son como su vida.
Comenzó su trayecto pensando en el nuevo negocio que estaba a punto de conseguir y con ello consolidar una alianza estratégica crucial. Hasta el quinto piso sólo pasaban por su cabeza gráficos, balances, documentos y contratos. Un sonido extraño quebró sus pensamientos.
Parecía un bebe llorando, se hacía más fuerte cuando llegó al último escalón subiendo hacia el quinto piso. “No puede ser, me estoy volviendo loca” se decía Cristina agitando la cabeza tratando de sacudirse el sonido de encima. Pero seguía allí, era real. Caminó por el oscuro pasillo, quería saber de donde venía aquel fantasmal llanterío. Se detuvo frente a la puerta del 507, venía desde dentro. Otras voces irrumpieron el ambiente. “¡Cállala de una vez mierda!” amenazaba una voz masculina, prepotente, impaciente. “Deja de llorar de una vez” clamaba una femenina, suplicante, maltratada. El bebe no dejaba de llorar. “¡Te dije que la hagas callar! ¡¿O querís que te saque la cresta!?” atacaba con furia el hombre de la casa. “Cállese amorcito, cállese” decía la mujer en voz baja pero el hombre insistía en su violencia. ¡Ahora si que te mato!, un relámpago, Cristina por un instante pudo ver el rostro del atacante encolerizado, con las venas sobresalientes, los ojos desorbitados, la cara hinchada, los dientes apretados. La mujer asustada entró en pánico “¡No llores, cállate!” imploraba zamarreando a la bebe. “¡Cállate por favor!”, la mujer también lloraba. “¡Cállate! ¡Cállate! ¡CALLATE!” la desesperada madre entonces abofeteaba a su hija para silenciarla. Un trueno. “¡Dejen a la niña tranquila!” rogaba Cristina desde afuera golpeando la puerta desesperadamente. La mujer seguía golpeando a su hija, el padre continuaba amenazante, la lluvia caía fuerte y sin cesar. “¡Déjala!” gritaba Cristina, “¡Es una niña!, “¡Es una niña!”. Un relámpago y todo volvió a la calma. Un trueno no dejó que nadie más escuchara decir a Cristina “Deja de pegarme mamita” en un sollozo lastimero y profundo.
Pasó un largo rato antes que Cristina pudiese levantarse y seguir subiendo las escaleras. Su mente divagó entre las imágenes recién vividas mientras llegaba al sexto piso. Un relámpago la recibió en los pasillos del sexto, un trueno desató una jauría de voces insultantes. “¡Ahí esta la fea, ahí está la fea!” cantaban burlescas unas niñas desde el final del pasillo. Cristina dio un paso intentando ir hacia al final del pasillo pero se detuvo en seco a la par con un relámpago largo y tenue, algo de su luz quedó vagando en el pasillo y ahora podía ver a las niñas burlonas asediando a otra, asustada y recogida en el suelo. “¡Miren a la pobre tonta!” reían y arrojaban papeles amuñados al cuerpo de la pequeña víctima. Un relámpago, las niñas crecieron y así sus burlas. “¡¿Y con quién se acostó la perra hoy día!?” insultaban ahora unas adolescentes a la niña que aún no crecía. “¡¿Defiéndete po’ no te creís tan valiente?!” desafiaba el grupo que provocaban a la niña con certeros escupitajos. Cristina la veía indefensa, se atrevió a intervenir. “¡No la molesten más!” pero las adolescentes no parecían escucharla y seguían su asedio, “¡Váyanse y déjenla en paz!” corrió hacia las burlonas y cuando tuvo la oportunidad de tocar a una, un relámpago iluminó el pasillo y desaparecieron. Pero la niña seguía allí. Se dio cuenta de que estaba sola, se levantó y camino hacia Cristina. “¿Estás bien?” le preguntó, la niña la miró y negó con la cabeza. Siguió caminando y de pronto se volvió etérea, un relámpago rasgó el cielo y la niña estiró los brazos para poseer el cuerpo de Cristina. Desapareció.
Estaba asustada. Aquellas visiones hicieron que huyera despavorida hasta las escaleras y subir rápidamente hasta su departamento. La lluvia, los relámpagos, los truenos, todo parecía mezclarse en una tormenta sin tregua más real en la cabeza de Cristina que en el exterior donde más bien todo parecía calmarse. Estaba cansada, sentía un extraño hormigueo en el cuerpo, algo que sólo había sentido una vez antes. Se detuvo en seco entre el séptimo y el octavo piso. “¿No podemos desperdiciar tu talento, no te parece?” le susurraba una voz en el oído. Estaba atrapada por una jaula sin barrotes. “Vas a ser la envidia de todo el personal” una mano callosa, torpe, atropelladora. Cristina no decía nada, se asfixiaba por el encierro, por la pestilencia de quien le hablaba. El hombre le prometía un ascenso, gloria, dinero, a cambio de que se quedara en silencio no sólo ahora sino por siempre. La desnudaba, él se desnudaba. La tocaba, la besaba, pero Cristina no tenía emociones. Sus ojos fijos y dilatados miraban la nada, su mente vagaba en espacios vacíos para separarse de su cuerpo que sufría la invasión de un ser despreciable. Parada en la escalera sentía ganas de vomitar, de llorar, de gritar, de acabar con todo. Se puso a correr de nuevo.
No se detuvo en el noveno, siguió a toda velocidad, desesperada, enloquecida. Llegaba hasta la azotea hablando con sí misma locuras e incoherencias, tirándose los cabellos, despojándose de sus ropas. Desnuda, en medio de la azotea, abría los brazos para dejarse limpiar por las gotas de lluvia que aún caían desde el cielo. Se sentía cada vez más aliviada, un leve viento le llegaba al rostro, relajante, suave, no quería dejar de sentirlo. Corrió para que su intensidad subiera. Todo desaparecía de pronto, borrado por aquella brisa. Ahora volaba, sí, volaba y cada vez más rápido, el viento cada vez más furioso. Cristina cerraba los ojos pues ya no había más que ver. Por fin de deshizo de sus fantasmas. Aquella fue la primera vez en que las solitarias luces del 903 no iluminaron la oscuridad del enorme edificio.
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