Rincón de los Relatos
Todos los invitados importantes ya habían llegado, ingenieros y políticos de todos los rincones de la galaxia estaban instalados en sus naves alrededor de la gran estación espacial cuya misión terminaba hoy. Una masa metálica amorfa y fría. Estacas sobresalían de su estructura callosa y cientos de cañones dispensados al azar apuntaban en grupo a diversos puntos.
“Hoy es el día en que la humanidad al fin conquista su sueño de reducir la galaxia a la palma de su mano”. El centro de control de la estación transmitía para todas las naves asistentes, sus ocupantes, para el resto de la galaxia. Una vez accionados los cañones generarían decenas de agujeros de gusano conocidos como los “Agujeros de Etivé”. Ellos serían capaces de transportar naves a cualquier punto de la galaxia según los mandatos de la estación. De resultar las distancias entre un lugar y otro pasarían de millones de años luz a cero.
“¡Cinco, cuatro, tres…!” los ingenieros se frotaban las manos recordándose en la posteridad, los políticos se frotaban las manos atribuyéndose el éxito. “¡Dos, uno…!” el cosmos retuvo el aliento. “¡Cero!” rayos invisibles fueron lanzados, decenas de esferas negras irrumpieron el vacío. El universo entero sucumbía ante aquellos apocalípticos destructores sin masa.
Lentamente las naves eran atraídas al centro de la anomalía indefinida, como una espiral a la muerte o quizás un destino peor y se acercaba no sólo para ellos: todo lo conocido sufría el mismo destino. “¿Qué hemos hecho?” se preguntaban unos a otros. De golpe los agujeros se convirtieron en voraces fieras sedientas de venganza y arrastraron todo a una velocidad que hizo retroceder el tiempo y entonces la alucinación.
En cinco segundos la humanidad vio pasar su vida completa antes de morir. Máquinas resoplando vapor. Las cintas de producción sacaban chispas y los hombres transpiraban aceite, admiraban, odiaban el bulto de engranajes. Los poderosos desde una ventana alta babeaban licor en honor a lo que escupían sus ensamblajes. Enormes, incomprensibles. Torres de metal y cristal rompían las nubes, un virus descontrolado se apoderaba de los cielos en una aceleración desbordante. Nadie lo entendía, cómo, cuándo, pero ahí estaban tan altas como las estrellas. La atmósfera del planeta se repletaba de misiles tripulados disparados hacia el espacio y a éste lo llenaban rápidamente de plataformas y chatarra, metales retorcidos y tecnología refulgente atribuida a los milagros del cielo.
Con un nudo en la garganta la humanidad recordaba su historia. De a poco la galaxia se llenaba de viajeros y colonos, expandiendo sus dominios porque sí, avanzando en tecnología cada vez más asombrosa y a la vez compleja e inexplicable. El universo se convertía en un pañuelo, en un mísero espacio vacío que las naves espaciales recorrían en unas cuantas horas impulsadas por la ingeniería de dios. No sé detenía, no había tiempo. Cada ser pensante de la galaxia sintió un fuerte dolor de cabeza, el vértigo de su evolución era insostenible.
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