Importante Leer: No hay caso con este cuento, me gusta la idea pero nunca he podido llevarla a las letras con entera satisfacción. Creo que he escrito esta historia de unas 10 maneras distintas y nunca me ha quedado bien así que decidí publicarlo para ver que opinan de este cuento. Ojalá no le tiren puras flores a menos que sea 100% sincero. Ahí va.
Otra vez en la sala de espera del hospital a cuya humedad constante y olor demacrado nunca me acostumbré. Ese día, después de incontables, era la última visita al abuelo que tantas veces cayó con el brazo rendido al suero en sus últimos días. Yo, como siempre entré de último a su habitación luego de una interminable fila de padres, primos, hermanos y amigos.
- ¡Cabro e’mierda! – me saludo entusiasmado al verme, como siempre.
- ¡Viejo mañoso! – le respondí en nuestro ya clásico saludo llamándonos por los apodos que mamá nos había asignado.
- Otra vez por acá – le reté en broma.
- Si hijo, esta vez ya es la última ya – siempre lo decía pero ahora me doy cuenta lo convencido que estaba esa vez.
Me senté junto a su cama en la misma silla de siempre. Mi abuelo miraba al techo, recobrando alguna memoria de antaño para luego contármela como una historia con más fantasía que realidad, pero más interesantes de ese modo.
- ¿No te he contado la historia de Adriana no? – dijo de pronto sin dejar de mirar el techo.
- La verdad no recuerdo a una Adriana – dije sincero.
- Será la última historia entonces, Adriana es la última memoria que me va quedando – reveló entre quejidos. Entonces me dirigió la mirada, señal del comienzo de un relato.
“Adriana fue una mujer muy especial. Hasta tus últimos días de vida sólo hay tres mujeres que sobreviven a tu memoria: tu madre, el amor de tu vida y el primer amor no correspondido. En mi vida, Adriana es esa tercera mujer”
Me bastó con oír el comienzo de la historia de Adriana para saber no sólo sería su última historia, también comprendí que no sería como las otras llenas de ilusiones y exageraciones.
“Llegaba de mis vacaciones al pueblo. Dentro de las muchas novedades que mi madre contaba estaba la llegada de una nueva botica y lo simpática que era la Clarita, la dueña del local. Inevitablemente me llevó el otro día a conocerla, más bien para presentarme como el hijo venido de la capital. Fue entonces cuando la conocí.
- Este es mi Osvaldito señora Clarita - me presentaba con bombos y platillos. Yo también me sentía orgulloso, pero eso fue aplastado por una corriente de nervios cuando la señora Clarita llamó a su hija para presentarla.
- Y esta es mi Adriana señora Elena – apareció entonces ella. Su rostro color nácar, suave a los ojos bastó para enloquecerme por dentro y sonrojarme por fuera.
Llevaba un hermoso vestido verde en un tono jade que nunca he vuelto a ver en mi vida. A vista desnuda no tenía nada especial, ni ojos azules ni escultural figura. Pero para mi, era una verde primavera, melodiosa sinfonía de aromas, brisa de frescor paradisiaco.”
El abuelo cerraba los ojos, parecía seguir sintiendo esos aromas y calmar su dolor con el viento suave de Adriana. - ¿Hablaste con ella entonces? – le pregunté antes que olvidara continuar.
- Bueno, ese día no hice más que saludarla torpemente y evitando sus ojos pero al otro día nos encontramos en la plaza – recordaba claramente – fue entonces cuando hice la estupidez más grande de mi vida – y parecía de verdad lamentarse.
- ¡Vaya! ¡Qué fue lo que hiciste! – me interesé animado.
- Ella estaba sentada en una banca de la plaza, me acerqué a ella y le pregunté si me recordaba. Cuando me sonrió y me dijo que si me desarmé completamente y perdí el control – estaba serio, incluso preocupado – entonces me arrodillé, le tomé una mano... –
- ¡Eso no puede ser cierto! – estallé en risas incrédulas sin embargo con la imagen mental muy clara.
- ¡Tal cual cabro leso! – exclamó tan espantado como yo – y así, en la postura del príncipe encantado le dije tan torpemente como se pueda imaginar “quiero decirte que estoy enamorado de ti” – fuera de la hidalga postura no entendía porqué catalogar ese episodio como el más estúpido de su vida y así se lo hice saber.
- ¿No te das cuenta cabro leso? – me retó casi a modo de insulto – Decirle a una mujer que estas enamorado de ella antes de conocerla, aun siendo verdad, tiene el mismo efecto que insultar a su madre: con suerte seguirán dirigiéndote la palabra.
- ¿Eso pasó entonces? ¿Nunca más se hablaron? –
- Nada fuera de saludos y un par de “cómo has estado” – afirmó.
- ¿Pero y no intentaste nada? después de todo no tenías nada que perder – le dije como consejo, olvidando que esta era una historia de décadas atrás.
- Algo intenté pero nada más allá de un par de cartas con poemas y tonteras así. Al poco tiempo ya andaba con el gringo Lucas – me dio la sensación que lloraba a esta altura de la historia.
- ¿El gringo Lucas? –
- No era gringo pero si era rubio, de ojos azules, alto y atlético. ¿Cómo compite un tipejo como yo? – me miró a los ojos, llenos de amarga obviedad. No le discutí nada tampoco, en realidad tenía razón. Dicho esto el abuelo comenzó a alegrarse y a reír como si le hicieran cosquillas.
- ¡Ahí está la mariposa! – reclamaba con entusiasmo y me puse de pie mirando cada rincón de su pieza de hospital.
- ¿De qué hablas? ¡No veo nada! – le decía sin dejar de buscar.
- ¡Ahí no cabro leso! – enfureció - ¡acá mira, acá! – apuntaba a su abultado abdomen que ya salía descubierto entre su pijama verde hospital. - ¡Pon tu oído, si ahí está! – insistía absolutamente senil e histérico.
Sin más remedio tuve que acceder a su petición mientras reía irónicamente pues siempre pensé que pondría mi oído sobre un estomago liso y cálido para escuchar a mi primer hijo patear. A cambio estaba sobre una montaña hinchada, de blancos pastizales sobre una planicie de amarillos virulento.
- ¡Tienes razón, ahí está! – le di la razón con una pésima actuación. Nada me costaba darle la razón al viejo para no hacerle perder la ilusión.
- Se nota que no me crees – ensombrecido me dijo de pronto – pero algún día entenderás algo más que la realidad – y la eterna y monótona música del ritmo de su corazón nunca más volvió a apagarse.
Ya en su funeral estaba yo de último, después del desfile de toda clase de amistades y parentela, y solitario frente a su féretro aún elevado un metro sobre la tierra en medio de un hermoso parque con pastizales a todas direcciones y con ese viento gélido propio de todo cementerio.
Le daba la espalda a su ataúd para ya irme cuando escucho madera siendo golpeada desde atrás. Me llené de valor antes de volver la vista y convencerme que había alucinado. Sonó un segundo, un tercer golpe. Era real y pensé que el abuelo había despertado de pronto para volver a la vida de esos errores médicos al estilo televisivo.
Me acerqué temeroso al cajón fúnebre, llegué a su lado y abrí decididamente la tapa que estaba a la altura de la cara del abuelo. Entonces un fuerte golpe en la frente me derribó violentamente y cuando me recobré vi entonces la más fantástica de las visiones reales. Una mariposa del tamaño de mi cabeza daba círculos sobre mí y el ataúd del abuelo. Tenía un aleteo pausado pero potente como para lanzar bocanadas de brisa refrescante. De su cuerpo se despedían miles de estelas brillantes de color nácar mientras su colorido verde jade se extendía más allá de ella. Lo comprendí de inmediato.
- ¡Nunca te olvidó! – le gritaba al hada que tanto tiempo estuvo dentro de mi abuelo.
- ¡Y no te ha olvidado! – terminé de decirle. Entonces dio un último giro y enfilo hacia el cielo hasta que ya la vista no alcanzaba para verla atravesar el espacio.
Hasta hoy me pregunto cómo fue que no escuché a la mariposa cuando puse mi oído en el estomago del abuelo.
- ¡Cabro e’mierda! – me saludo entusiasmado al verme, como siempre.
- ¡Viejo mañoso! – le respondí en nuestro ya clásico saludo llamándonos por los apodos que mamá nos había asignado.
- Otra vez por acá – le reté en broma.
- Si hijo, esta vez ya es la última ya – siempre lo decía pero ahora me doy cuenta lo convencido que estaba esa vez.
Me senté junto a su cama en la misma silla de siempre. Mi abuelo miraba al techo, recobrando alguna memoria de antaño para luego contármela como una historia con más fantasía que realidad, pero más interesantes de ese modo.
- ¿No te he contado la historia de Adriana no? – dijo de pronto sin dejar de mirar el techo.
- La verdad no recuerdo a una Adriana – dije sincero.
- Será la última historia entonces, Adriana es la última memoria que me va quedando – reveló entre quejidos. Entonces me dirigió la mirada, señal del comienzo de un relato.
“Adriana fue una mujer muy especial. Hasta tus últimos días de vida sólo hay tres mujeres que sobreviven a tu memoria: tu madre, el amor de tu vida y el primer amor no correspondido. En mi vida, Adriana es esa tercera mujer”
Me bastó con oír el comienzo de la historia de Adriana para saber no sólo sería su última historia, también comprendí que no sería como las otras llenas de ilusiones y exageraciones.
“Llegaba de mis vacaciones al pueblo. Dentro de las muchas novedades que mi madre contaba estaba la llegada de una nueva botica y lo simpática que era la Clarita, la dueña del local. Inevitablemente me llevó el otro día a conocerla, más bien para presentarme como el hijo venido de la capital. Fue entonces cuando la conocí.
- Este es mi Osvaldito señora Clarita - me presentaba con bombos y platillos. Yo también me sentía orgulloso, pero eso fue aplastado por una corriente de nervios cuando la señora Clarita llamó a su hija para presentarla.
- Y esta es mi Adriana señora Elena – apareció entonces ella. Su rostro color nácar, suave a los ojos bastó para enloquecerme por dentro y sonrojarme por fuera.
Llevaba un hermoso vestido verde en un tono jade que nunca he vuelto a ver en mi vida. A vista desnuda no tenía nada especial, ni ojos azules ni escultural figura. Pero para mi, era una verde primavera, melodiosa sinfonía de aromas, brisa de frescor paradisiaco.”
El abuelo cerraba los ojos, parecía seguir sintiendo esos aromas y calmar su dolor con el viento suave de Adriana. - ¿Hablaste con ella entonces? – le pregunté antes que olvidara continuar.
- Bueno, ese día no hice más que saludarla torpemente y evitando sus ojos pero al otro día nos encontramos en la plaza – recordaba claramente – fue entonces cuando hice la estupidez más grande de mi vida – y parecía de verdad lamentarse.
- ¡Vaya! ¡Qué fue lo que hiciste! – me interesé animado.
- Ella estaba sentada en una banca de la plaza, me acerqué a ella y le pregunté si me recordaba. Cuando me sonrió y me dijo que si me desarmé completamente y perdí el control – estaba serio, incluso preocupado – entonces me arrodillé, le tomé una mano... –
- ¡Eso no puede ser cierto! – estallé en risas incrédulas sin embargo con la imagen mental muy clara.
- ¡Tal cual cabro leso! – exclamó tan espantado como yo – y así, en la postura del príncipe encantado le dije tan torpemente como se pueda imaginar “quiero decirte que estoy enamorado de ti” – fuera de la hidalga postura no entendía porqué catalogar ese episodio como el más estúpido de su vida y así se lo hice saber.
- ¿No te das cuenta cabro leso? – me retó casi a modo de insulto – Decirle a una mujer que estas enamorado de ella antes de conocerla, aun siendo verdad, tiene el mismo efecto que insultar a su madre: con suerte seguirán dirigiéndote la palabra.
- ¿Eso pasó entonces? ¿Nunca más se hablaron? –
- Nada fuera de saludos y un par de “cómo has estado” – afirmó.
- ¿Pero y no intentaste nada? después de todo no tenías nada que perder – le dije como consejo, olvidando que esta era una historia de décadas atrás.
- Algo intenté pero nada más allá de un par de cartas con poemas y tonteras así. Al poco tiempo ya andaba con el gringo Lucas – me dio la sensación que lloraba a esta altura de la historia.
- ¿El gringo Lucas? –
- No era gringo pero si era rubio, de ojos azules, alto y atlético. ¿Cómo compite un tipejo como yo? – me miró a los ojos, llenos de amarga obviedad. No le discutí nada tampoco, en realidad tenía razón. Dicho esto el abuelo comenzó a alegrarse y a reír como si le hicieran cosquillas.
- ¡Ahí está la mariposa! – reclamaba con entusiasmo y me puse de pie mirando cada rincón de su pieza de hospital.
- ¿De qué hablas? ¡No veo nada! – le decía sin dejar de buscar.
- ¡Ahí no cabro leso! – enfureció - ¡acá mira, acá! – apuntaba a su abultado abdomen que ya salía descubierto entre su pijama verde hospital. - ¡Pon tu oído, si ahí está! – insistía absolutamente senil e histérico.
Sin más remedio tuve que acceder a su petición mientras reía irónicamente pues siempre pensé que pondría mi oído sobre un estomago liso y cálido para escuchar a mi primer hijo patear. A cambio estaba sobre una montaña hinchada, de blancos pastizales sobre una planicie de amarillos virulento.
- ¡Tienes razón, ahí está! – le di la razón con una pésima actuación. Nada me costaba darle la razón al viejo para no hacerle perder la ilusión.
- Se nota que no me crees – ensombrecido me dijo de pronto – pero algún día entenderás algo más que la realidad – y la eterna y monótona música del ritmo de su corazón nunca más volvió a apagarse.
Ya en su funeral estaba yo de último, después del desfile de toda clase de amistades y parentela, y solitario frente a su féretro aún elevado un metro sobre la tierra en medio de un hermoso parque con pastizales a todas direcciones y con ese viento gélido propio de todo cementerio.
Le daba la espalda a su ataúd para ya irme cuando escucho madera siendo golpeada desde atrás. Me llené de valor antes de volver la vista y convencerme que había alucinado. Sonó un segundo, un tercer golpe. Era real y pensé que el abuelo había despertado de pronto para volver a la vida de esos errores médicos al estilo televisivo.
Me acerqué temeroso al cajón fúnebre, llegué a su lado y abrí decididamente la tapa que estaba a la altura de la cara del abuelo. Entonces un fuerte golpe en la frente me derribó violentamente y cuando me recobré vi entonces la más fantástica de las visiones reales. Una mariposa del tamaño de mi cabeza daba círculos sobre mí y el ataúd del abuelo. Tenía un aleteo pausado pero potente como para lanzar bocanadas de brisa refrescante. De su cuerpo se despedían miles de estelas brillantes de color nácar mientras su colorido verde jade se extendía más allá de ella. Lo comprendí de inmediato.
- ¡Nunca te olvidó! – le gritaba al hada que tanto tiempo estuvo dentro de mi abuelo.
- ¡Y no te ha olvidado! – terminé de decirle. Entonces dio un último giro y enfilo hacia el cielo hasta que ya la vista no alcanzaba para verla atravesar el espacio.
Hasta hoy me pregunto cómo fue que no escuché a la mariposa cuando puse mi oído en el estomago del abuelo.
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