
Alex, en todo caso, siempre temía. Eso o le gustaba exagerar. Desde 1999 tenía bajo su casa un refugio donde podía permanecer indefinidamente según él y lo había olvidado cuando lo del caos computacional fue sólo una ilusión de las masas. Ahora no tenía alternativa.

Se cumplía un año desde que vio el sol por última vez. La radio seguía funcionando pero ya no captaba ninguna frecuencia, señal inequívoca que la desolación invadía la superficie. “En unos años más ya no habrá peligro de contagio” pensaba Alex mientras practicaba una partida de ajedrez contra sí mismo. Era uno de sus pasatiempos favoritos, en realidad forzado porque no tomó la precaución de llevar consigo elementos de distracción. Las revistas sobre ovnis y conspiraciones se le habían agotado hace meses y optaba por leerlas una y otra vez para comprobar si se las había aprendido de memoria.
Sobre él se escuchó un derrumbe. Su casa estaba siendo destruida. “Por los vientos ahora libres gracias a la erosión” concluyó Alex citando un artículo de sus revistas donde se hablaba del mundo después del final. En un rincón del apretado refugio subterráneo tenía un espejo, sucio y a punto de quebrarse. “¿Recuerdas a Linda? Debiste quedarte con ella. Ahora tendríamos algo de compañía” le reprochaba a su imagen “y de paso la hubiéramos salvado”.
Dos años y medio. Se miraba al espejo y parecía un ermitaño o a un náufrago. La barba desordenada y muy larga, sus ojos cansados de alimentarse sólo de luz eléctrica, su piel reseca y muy arrugada, sus cuerpo famélico el cual a pesar de eso parecía demasiado peso para sus piernas. Su ropa apestaba pero hacía meses que se había acostumbrado al olor, sabía del mal olor porque lo veía día a día, en las manchas de su cuerpo, de su mente.

“Es hora de salir” se dijo casi diez años después recuperando la lucidez como de sorpresa y dándose cuenta de ello aprovechó de ordenarse salir de su encierro. Le costó levantar la escotilla de salida, oxidada desde hacía mucho y probablemente más por culpa del aire tóxico que del proceso mismo. Los primeros rayos de sol sorprendieron a sus ojos mal habituados y gritó de dolor. Sin embargo se obligó a salir, si perdía la noción de la realidad otra vez quién sabe cuando tendría otra oportunidad para escapar.


Eran personas tal cual él. Ni señales del devastador virus. Ese desierto que cruzó por horas representaba una estadística errónea al lado de la impresionante expresión de la naturaleza alrededor de la ciudad futurista. ¿Cuándo había pasado? ¿Cómo? “¿Y me lo perdí todo?”. Quería bajar de la colina corriendo como un niño y visitar la ciudad, disfrutar de la nueva humanidad, ver a los aeroautos pasar sobre su mirada. Y corrió tan fuerte como pudo y saludaba a todo el mundo y recibía sonrisas amables de vuelta. Entró a una oficina, algo oscura pero se sentía iluminado de vida de nuevo. “¡Gracias!” gritaba a todas direcciones “¡Gracias a todos!” y se sentó detrás de su escritorio, justo en frente de su propio reflejo, harapiento, abandonado, condenado a vivir fuera de lugar por siempre mientras tomaba un papel ya tantas veces utilizado y dibujaba garabatos con un palito de madera.
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