OCACIONALMENTE ALGO INTERESANTE

jueves, 30 de abril de 2009

Pánico Bajo Tierra

El Rincón de los Relatos

Al principio parecía un simple brote de resfríos en una localidad perdida del norte, luego y en cosa de días el mundo se volvía loco hablando de la última pandemia. Nadie creía en una realidad apocalíptica, las exageraciones de siempre se apoderaban de una humanidad acostumbrada a reaccionar a todo como si fuese el final de los días. Sin embargo dos meses después la gente temía salir de sus casas, habían más mascarillas por cabeza que teléfonos celulares y nadie soportaba tener más de diez personas a su alrededor. Mil, dos mil, diez mil, la cifra de muertos a causa del virus aumentaba rápidamente, sin piedad derribaba cuanta alma podía devorar. Alex temía como todos.

Alex, en todo caso, siempre temía. Eso o le gustaba exagerar. Desde 1999 tenía bajo su casa un refugio donde podía permanecer indefinidamente según él y lo había olvidado cuando lo del caos computacional fue sólo una ilusión de las masas. Ahora no tenía alternativa.

Una pequeña radio era su única compañía. Una distorsión digna de un armagedón acompañaba al locutor de radio: “A veinte mil han ascendido las víctimas fatales sólo en el hemisferio norte y... asaltados continuamente para sustraer medicamentos a pesar de...”. Alex sonreía por su propia seguridad y brindaba con un pequeño sorbo de champaña.


Se cumplía un año desde que vio el sol por última vez. La radio seguía funcionando pero ya no captaba ninguna frecuencia, señal inequívoca que la desolación invadía la superficie. “En unos años más ya no habrá peligro de contagio” pensaba Alex mientras practicaba una partida de ajedrez contra sí mismo. Era uno de sus pasatiempos favoritos, en realidad forzado porque no tomó la precaución de llevar consigo elementos de distracción. Las revistas sobre ovnis y conspiraciones se le habían agotado hace meses y optaba por leerlas una y otra vez para comprobar si se las había aprendido de memoria.

Sobre él se escuchó un derrumbe. Su casa estaba siendo destruida. “Por los vientos ahora libres gracias a la erosión” concluyó Alex citando un artículo de sus revistas donde se hablaba del mundo después del final. En un rincón del apretado refugio subterráneo tenía un espejo, sucio y a punto de quebrarse. “¿Recuerdas a Linda? Debiste quedarte con ella. Ahora tendríamos algo de compañía” le reprochaba a su imagen “y de paso la hubiéramos salvado”.

Dos años y medio. Se miraba al espejo y parecía un ermitaño o a un náufrago. La barba desordenada y muy larga, sus ojos cansados de alimentarse sólo de luz eléctrica, su piel reseca y muy arrugada, sus cuerpo famélico el cual a pesar de eso parecía demasiado peso para sus piernas. Su ropa apestaba pero hacía meses que se había acostumbrado al olor, sabía del mal olor porque lo veía día a día, en las manchas de su cuerpo, de su mente.

Alex perdió la noción del tiempo, dejó de llevar la cuenta en el calendario porque la lucidez iba cediendo terreno a la locura, al delirio. Al levantarse Alex miraba al techo y apretaba los ojos para evitar una ceguera fulminante por el sol matutino. Luego se vestía de cuello y corbata para irse a la oficina. “¡Si que si! ¡Otro buen día para salir a trabajar!” se ponía un sombrero y cerraba la puerta con doble pestillo. “Señora Martínez, gusto verla” saludaba a su vecina con una leve reverencia y subía a su auto para conducir a la empresa. “¡Quítate de ahí tarado!” era su repetitivo y favorito insulto envuelto en el mar del tráfico. Entonces llegaba a su oficina, colgaba su chaqueta en la silla, se sentaba detrás de su escritorio y se quedaba mirando su propio reflejo. Y tomaba unos papeles amarillentos y dibujaba todo el día garabatos con un palo de madera.

“Es hora de salir” se dijo casi diez años después recuperando la lucidez como de sorpresa y dándose cuenta de ello aprovechó de ordenarse salir de su encierro. Le costó levantar la escotilla de salida, oxidada desde hacía mucho y probablemente más por culpa del aire tóxico que del proceso mismo. Los primeros rayos de sol sorprendieron a sus ojos mal habituados y gritó de dolor. Sin embargo se obligó a salir, si perdía la noción de la realidad otra vez quién sabe cuando tendría otra oportunidad para escapar.

Tardó varios minutos en poder ver algo más que un destello blanco. Su primera visión fue un paraje desértico donde antes estaba su ciudad. Kilómetros de arenas llanas y el viento era un personaje sombríamente ausente. Podía respirar con facilidad pero agitaba la mano en el aire y le parecía estar dentro de un vacío, desesperante e irreal. Comenzó a caminar hacia una columna de humo, o al menos eso le pareció. De pronto un estruendo insoportable cruzó arriba de su cabeza. “¡Nos han invadido! ¡Los extraterrestres nos han invadido!” la fantástica nave espacial pasaba impune sobre su cabeza y él atinó a correr tras ella incluso cuando la hubo perdido de vista. Corría como si todo ese tiempo bajo tierra se hubiera instruido para correr. Horas después sus fuerzas ya no daban para más, gateaba apenas subiendo aquella colina arenosa con la esperanza de volver a ver la nave extraterrestre desde la punta.

La nave había aterrizado hace rato pero los tripulantes no bajaban por temas de seguridad del aeropuerto. Dado el permiso descendieron primero unos uniformados para luego dar paso a una figura de importancia claramente política. Detrás de un cerco de seguridad una muchedumbre vitoreaba un nombre que de tanto eco no se comprendía pero se sabía cómo sonaba. La gran ciudad era su obra, mérito suficiente para la ovación general. Era una de las mejores, repleta de áreas verdes, edificios de ensueño, calles de tránsito peatonal libre y, por el cielo, las luces demarcaban las rutas de los aeroautos cuya hegemonía en los cielos representaba lo grandiosa que era la humanidad ahora.

Eran personas tal cual él. Ni señales del devastador virus. Ese desierto que cruzó por horas representaba una estadística errónea al lado de la impresionante expresión de la naturaleza alrededor de la ciudad futurista. ¿Cuándo había pasado? ¿Cómo? “¿Y me lo perdí todo?”. Quería bajar de la colina corriendo como un niño y visitar la ciudad, disfrutar de la nueva humanidad, ver a los aeroautos pasar sobre su mirada. Y corrió tan fuerte como pudo y saludaba a todo el mundo y recibía sonrisas amables de vuelta. Entró a una oficina, algo oscura pero se sentía iluminado de vida de nuevo. “¡Gracias!” gritaba a todas direcciones “¡Gracias a todos!” y se sentó detrás de su escritorio, justo en frente de su propio reflejo, harapiento, abandonado, condenado a vivir fuera de lugar por siempre mientras tomaba un papel ya tantas veces utilizado y dibujaba garabatos con un palito de madera.

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