

La genética hizo la otra mitad del trabajo: eliminó todo sufrimiento posible. Las enfermedades, los defectos físicos, la vejez del cuerpo y cuanta modificación un humano quisiese. El humano dejó de trabajar, dejó de preocuparse. Pero también dejó de soñar. “¿Para qué soñar si ni siquiera ellos nos pueden llevar más lejos de lo que hemos alcanzado?” es una frase famosa de un filósofo utopista de hace 3 siglos atrás.

Nadie se enteró cuando en Noviembre 15 del 2965 D.C. una nave, con mil tripulantes en su interior, despegó de una solitaria base en el desierto africano en dirección a la Luna para no volver jamás. Mucho menos recuerdan el día cuando la última casa de Ciudad Selene fue habitada.
Éramos un mundo desconocido, extraterrestres mucho más allá de la sola idea de no ser de la Tierra. Pero las maravillas que hemos presenciado valen eso y mucho más. Vimos germinar la primera lechuga cosechada por humanos después de siete siglos, nos asombrábamos todos los días con el fulgor de los paneles solares, fue un milagro ver nacer al primer selenita auténtico y una fiesta se hizo a su primer resfriado. Sin olvidar la belleza que nos brindaba la Tierra con su constante presencia.
Ambos mundos hemos vivido separados por casi 60 años, hasta hoy cuando el espectáculo más grandioso comenzó y nosotros los selenitas con la mejor ubicación para presenciarlo. Hace ya un mes calculamos que un enorme meteorito impactará la Tierra dentro de una semana justo en el hemisferio contrario al que nosotros tenemos vista desde la Luna. Nuestra única preocupación fue asegurarnos que las características geológicas y gravitacionales de la Tierra no variaran luego del impacto porque de alterarse afectarían drásticamente la estabilidad de la Luna. Determinamos que la Luna no sería afectada ni en lo más mínimo y nuestras vidas retornaron a la normalidad.

Nadie se encargó de nadie. Una humanidad acostumbrada a depender de la robótica olvidó cómo depender de otros humanos. La investigación en transportes espaciales se había dejado de lado y todo lo que tienen ahora a mano son sus naves familiares capaces de atravesar la atmósfera y surcar el espacio hasta que sus baterías atómicas se agoten.
Hoy ha comenzado el esperado escape desde la Tierra. Miles de pequeñas naves salen disparadas del casco planetario, cada una sin saber adonde ir salvo alejarse del planeta. “¡Espectacular!” decía mi hijo sentado a mi lado mientras veíamos hacia la Tierra. Y sin duda lo era. Los haces de luz que dejaba cada nave brindaban una imagen llena de luces, serpentinas de color, el arte del éxodo masivo. Parecía como si la misma Tierra se estuviera desintegrando y enviando sus pequeños fragmentos hacia el espacio en una pausada pero desesperada explosión.
En lo pleno de aquella sinfonía mi hijo me toca el hombro y me dice a manera de pregunta: “Si todas esas naves vienen a refugiarse para acá, la Luna no dará abasto” y entonces le dije, “no te preocupes hijo, nadie sabe que estamos aquí”.

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