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sábado, 15 de noviembre de 2008

Rutas De Escape

El Rincón de los Relatos

Tan sólo hace 60 años, casi mil después del primer alunizaje, Ciudad Selene estaba lista para recibir a sus primeros habitantes. Se pensó que los voluntarios sobrepasarían cientos de veces la cantidad de habitantes requeridos sin embargo sucedió todo lo contrario. La Tierra se había vuelto un lugar increíblemente cómodo para la vida. Las plantas nucleares brindaban energía técnicamente infinita a bajo costo, la automatización de absolutamente todo, el aire, el suelo y el agua en su limpieza máxima (al punto que la ecología como ciencia desapareció hace medio milenio) la pobreza convertida en un museo, el sufrimiento una reliquia semántica, estos por nombrar los avances menores porque la robótica y la ciencia genética, ellos son los grandes impulsores de la utópica sociedad terrestre.

Muchos creían, entre científicos y escritores, que llegaría el momento en que la humanidad se lanzaría al espacio en busca de nuevos planetas para colonizar, nuevas estrellas bajo las cuales brillar. Se imaginaron ciudades en cúpula y subterráneas, terraformación e imperios galácticos. Nada de aquello ocurrió. Los ingenieros robóticos planearon muy bien la introducción de sus inventos a la humanidad: todas sus soluciones autómatas fueron presentadas de sopetón y así todo trabajo pesado, monótono y peligroso para el humano fue desde ese momento realizado por robots. Nadie se quejó porque resultaron ser tan eficientes que todo lo que producían costaba la milésima parte de lo que costaba producido por humanos. Y así ocurrió con todas las tareas de la humanidad al punto que incluso la mantención y construcción de robots estaba controlada por robots. “Al humano le quedó la única tarea para cual fue diseñado” versaba un robotista de ojos rasgados: “el ocio”.

La genética hizo la otra mitad del trabajo: eliminó todo sufrimiento posible. Las enfermedades, los defectos físicos, la vejez del cuerpo y cuanta modificación un humano quisiese. El humano dejó de trabajar, dejó de preocuparse. Pero también dejó de soñar. “¿Para qué soñar si ni siquiera ellos nos pueden llevar más lejos de lo que hemos alcanzado?” es una frase famosa de un filósofo utopista de hace 3 siglos atrás.

El único proyecto científico en pie, sin ser robótica, genética o simple ocio, era Ciudad Selene. Incitaba mucha curiosidad pero cuando los científicos revelaron que a la Luna no entraría ningún robot la humanidad completa reía del proyecto. Sin embargo un grupo ínfimo creía en la ciudad lunar, entre ellos estaba yo. No éramos más que mil entre toda la Tierra en ese entonces pero nuestro deseo por habitar la luna nos hacía más que suficientes.

Nadie se enteró cuando en Noviembre 15 del 2965 D.C. una nave, con mil tripulantes en su interior, despegó de una solitaria base en el desierto africano en dirección a la Luna para no volver jamás. Mucho menos recuerdan el día cuando la última casa de Ciudad Selene fue habitada.

Éramos un mundo desconocido, extraterrestres mucho más allá de la sola idea de no ser de la Tierra. Pero las maravillas que hemos presenciado valen eso y mucho más. Vimos germinar la primera lechuga cosechada por humanos después de siete siglos, nos asombrábamos todos los días con el fulgor de los paneles solares, fue un milagro ver nacer al primer selenita auténtico y una fiesta se hizo a su primer resfriado. Sin olvidar la belleza que nos brindaba la Tierra con su constante presencia.

Ambos mundos hemos vivido separados por casi 60 años, hasta hoy cuando el espectáculo más grandioso comenzó y nosotros los selenitas con la mejor ubicación para presenciarlo. Hace ya un mes calculamos que un enorme meteorito impactará la Tierra dentro de una semana justo en el hemisferio contrario al que nosotros tenemos vista desde la Luna. Nuestra única preocupación fue asegurarnos que las características geológicas y gravitacionales de la Tierra no variaran luego del impacto porque de alterarse afectarían drásticamente la estabilidad de la Luna. Determinamos que la Luna no sería afectada ni en lo más mínimo y nuestras vidas retornaron a la normalidad.

Pero la Tierra, estaba en serios problemas. ¿Cómo evitar la catástrofe? Hace siglos que se dejó la investigación militar como para lanzarle un misil eficiente y ni hablar de alguna solución alternativa. Nada detendría al meteorito, acabaría con toda la vida sobre la superficie de la Tierra. Nosotros contamos con satélites capaces de captar las señales de televisión del planeta que lógicamente esta dirigida por robots, entre canales que transmiten deportes y películas antiguas. Gracias a ello pudimos ver como ahora todos volvieron al poder de la humanidad para alertar a todos sobre el meteorito e informar que, sea como sea, tenían que huir.

Nadie se encargó de nadie. Una humanidad acostumbrada a depender de la robótica olvidó cómo depender de otros humanos. La investigación en transportes espaciales se había dejado de lado y todo lo que tienen ahora a mano son sus naves familiares capaces de atravesar la atmósfera y surcar el espacio hasta que sus baterías atómicas se agoten.

Hoy ha comenzado el esperado escape desde la Tierra. Miles de pequeñas naves salen disparadas del casco planetario, cada una sin saber adonde ir salvo alejarse del planeta. “¡Espectacular!” decía mi hijo sentado a mi lado mientras veíamos hacia la Tierra. Y sin duda lo era. Los haces de luz que dejaba cada nave brindaban una imagen llena de luces, serpentinas de color, el arte del éxodo masivo. Parecía como si la misma Tierra se estuviera desintegrando y enviando sus pequeños fragmentos hacia el espacio en una pausada pero desesperada explosión.

En lo pleno de aquella sinfonía mi hijo me toca el hombro y me dice a manera de pregunta: “Si todas esas naves vienen a refugiarse para acá, la Luna no dará abasto” y entonces le dije, “no te preocupes hijo, nadie sabe que estamos aquí”.

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