Siempre nos hemos llevado bien con Rosario, más bien la amo. Su único problema es su carácter atropellador, ella quiere decidir por todos y especialmente por mí. Logro tolerarlo hasta cierto punto e incluso a veces llego a no notarlo en lo absoluto pero cada vez que pasamos por el drive-thru (ese servicio donde sin bajarte del auto te venden comida por una ventanilla) el asunto se me hace insoportable.
“Bienvenidos a McKing, ¿les tomó su orden?” nos pregunta la caja parlante apenas me detengo frente a ésta. Es ahí cuando voy a decir la primera palabra y entonces Rosario, desde su asiento de copiloto, se abalanza como si no existiera y a gritos pide un par de hamburguesas y sodas. “No me mires así, ¿eso era lo que querías no? Ya, parte y vámonos”.
Mis amigos me insisten en que la deje, ha sido tanto el abuso ante sus ojos que ya ni me molestan por ser tan sometido y han pasado a preocuparse. Tal cual la gravedad del asunto derrota a su gracia. Pero desde que vi por primera vez a Rosario he estado enamorado de ella. Conocerla fue un remezón violento y sin control, estar con ella me ha cambiado a mí y a la vida. Dejarla sería renunciar a todo, volver a desnudarme y vivir en cavernas.
“¿Y ella te ama de esa misma forma?” me preguntó Andrea, mi mejor amiga a la cual ya casi nunca veo, y no pude responderle. Recordé esos momentos en el drive-thru, me sentí humillado, sobrepasado. “Si no lo sabes es un gran problema” dijo Andrea después de advertir que no sería capaz de decir algo sobre su pregunta. Yo ya lo sabía pero es de esas cosas que uno reprime y abandona en la última fibra del corazón para que no se note y cuando la volví a rescatar se había transformado en un cáncer en crecimiento pleno que dejaba cariño muerto y amor en necrosis.
Lo que sigue era lógico. Hoy hace poco rato cuando el sol aprestaba a atardecer, fui a la casa de Rosario para decirle que la dejaba. En vez de mostrar algún atisbo de tristeza se puso furiosa y gritaba “¡Qué te has imaginado! ¡Qué vas a hacer sin mí inútil!”. No deseaba escucharla más así que caminé hasta la puerta y antes de poder salir chilló con toda su rabia “¡a ver si eres capaz de comerte solo tus mugrientas hamburguesas!” y a pesar de que era yo quien salía me pareció que ella había dado el portazo.
Después de eso me dirigí al McKing de siempre pero en vez de pasar al drive-thru estacioné mi auto y entré al restaurante. “¿Qué va a pedir señor?” dijo una cajera y di un torpe salto hacia atrás como asustado. Luego de ver que nadie más respondía le dije “un cuarto de pollo y un agua mineral”. Siempre he detestado el pollo pero el de hoy, está espectacular.
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