El Rincón de los Relatos
La canción que suena de fondo en el atareado puerto espacial: "M" de Chantal Kreviazuk.
“Reservaciones al próximo tren a la luna” sonaba una y otra vez por los altavoces del astropuerto como ícono de la nueva moda en viajes. A mí me encanta venir acá tan sólo a escuchar la canción y mezclarla con la algarabía diaria de los vuelos copados y las filas de chequeo atiborradas. Entrada la noche es mejor ver a los trenes partir. Su iluminaria es tan impresionante como su destino. Quién creería en un tren a la luna, en lugar de una nave espacial o algún módulo amorfo. Nadie salvo aquella canción.
“¡Señor! ¿Cuándo parte usted?” me preguntó una vez un niño una noche. “Hoy no niño” y me miró con el rostro de un adulto mirando a un chiquillo incauto “debería ir, es mi quinta vez y es imperdible” y se fue apresurado a tomar el tren pues tenía reservaciones para la próxima salida.
Pasaron años en que yo nunca hice reservaciones, años de escuchar esa melodía por los altavoces una y otra vez sin aburrirme nunca sin embargo. El astropuerto se hizo cuatro veces más grande y los trenes doblaron sus vagones y sus frecuencias. Se volvía tan común volar a la Luna que las serpenteantes luces de los trenes pasaron a ser paisaje continuo del cielo. Su iluminación no dejaba ver la noche. La Luna dejó de poder admirarse a simple vista.
“¡Señor! ¿Cuándo parte usted?” no era el mismo niño de hace más de tres décadas pero me lo pareció. “Parto en el próximo” respondí con mi primer ticket a la Luna en mi mano. Todo era distinto desde el otro punto de vista. El tren por dentro era monótono, gris, todos sentados esperando llegar a destino. Yo esperaba gente inquieta preguntándose como sería la Luna, desorden provocado por niños, romance en las parejas. Parecía un viaje rural rutinario más que hacia el destino más excitante en las listas de turismo del planeta.
Ni la luminaria culebreante ni el majestuoso y elegante extendido de los trenes se puede ver desde adentro. Sólo se escucha un rechinar metálico y opaco que a nadie preocupa y por las ventanas ni la sensación de velocidad se puede presentir, como si estuviésemos estáticos todo el tiempo.
“Abrocharse cinturones, alunizaje en curso”. La primera razón para emocionarse desde que reservé mi pasaje para el próximo tren. El tren se detuvo y se conectó a las puertas un túnel para llegar al astropuerto lunar. Al principio me dio la sensación de haberme equivocado porque el edificio era exactamente igual al terrestre, las mismas dimensiones, todo ubicado en los mismos lugares y proporciones y aquella música ya familiar para todo viajero lunar.
“No lo necesita señor” sonrió con una amabilidad forzada tratando de esconder sus burlas “No se ven muchos primerizos por estos años” se disculpó cuando notó su mueca evidente. A pesar de su advertencia no estaba seguro de dar mis primeros pasos en la Luna sin un traje espacial pero al parecer hace años que no se requería. Entonces escuché... o recordé, no lo sé, una parte de la canción: “No hay tiempo que perder”. Y salí disparado a la aventura espacial.
Me encontré automáticamente observando las cuncunas metálicas esta vez enfilando a la Tierra. No lo podía creer, todo estaba exactamente igual. La Luna se había transformado en una copia exacta de mi ciudad en la Tierra. El astropuerto, los edificios, las calles, la gente, el cielo.
“¿Increíble no le parece?” me dijo un sesentón parecido a mi hijo. “La Luna era una roca craterosa y ahora es un ciudadano más” y sonreía a la siga de uno de los trenes carnavaleros camino al planeta madre. Y ese mismo tren más tarde regresaría por los pasajeros que reservaron para el siguiente vuelo recordándome esa parte de la canción que todos olvidaron “¡Déjala ir! ¡Déjala ir!”
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