Desván Para Pensar
"La temperatura actual es de cero grados" decía el piloto por los parlantes anuncio poco alentador dado que a las una de la tarde podías suponer que sería la máxima del día. Sobrevolamos toda la ciudad, pequeña para ser una capital y se notaba el frío y también su abundancia en árboles y prados. Ya al interior del aeropuerto todo estaba fácilmente señalizado, llegué hasta los dispensadores donde se pagaba el ticket para el tren al centro de la ciudad. Había una larga fila y alguien del aeropuerto se me acercó y en inglés automático me dijo "pase por allá" señaló unos torniquetes "sólo ponga la tarjeta de crédito elija su destino y pase". Solo deslicé la tarjeta y en unos segundos mi ticket estaba pagado. Vaya orden y modernidad, tonterías como estas para mí ya era hacer turismo. "Siguiente tren 13:27" una veintisiete en mi reloj y el tren partía.
Lo más lejos que jamás he estado de mi hogar, podría decir que Oslo es la homóloga de Santiago en cuanto a cercanía al polo norte antecedente del cual sólo eran posibles dos resultados: o resultaba ser una ciudad muy parecida o una bastante opuesta. Ya en la calle, se notaba había llovido o nevado por los charcos en el suelo y se notaba que hacía frío porque eran charcos congelados, el pasto estaba cubierto por una tímida capa blanca y el aire seco y helado. Estaba despejado, el cielo en un azul vivo sosteniendo al sol, colgando como una lámpara de adorno. Caminaba por una avenida principal pero no había caos en ningún lado, ni atochamiento vehicular con sus adorables bocinas ni hordas de peatones atropellándose por llegar rápido a nadie sabe dónde. Había una amabilidad tácita de la gente, tal vez por sus edificios modernos pero sin arrogancia mezclados con construcciones más antiguas y encantadoras. Me sentía curiosamente cómodo, en un ambiente con un toque familiar, Oslo me recordaba el sur de Chile, a una ciudad provinciana pequeña cuyos habitantes nunca han visitado Santiago.
No había turistas y eso se nota de inmediato. Ningún grupo de japoneses liderados por un guía y su bandera, ningún americano sacándose fotos en poses divertidas, ningún europeo de pie por horas frente a un monumento tratando de fusionarse con él. El único caminando con la cámara fotográfica al cuello y una botella de agua en una mochila vacía era yo. "¡Chile! ¿y qué haces tan lejos?" me preguntó sorprendido un noruego que repartía volantes en la calle. Le dije que estaba de turista por Europa, que quería conocer lo más posible y así llegué hasta acá. No es lo que uno pensaría al hablar de exótico pero sin duda Noruega cae en esa definición. ¿Qué tan distinto es a Santiago, al resto del viejo continente?
No visité otra ciudad más amable que esta. Todo el mundo habla un inglés perfecto, dependientes de tiendas, el tipo de los volantes, el chofer de la micro, la gente del hotel, meseros, realmente impresionante. Ubicarme en las calles de Oslo fue inesperadamente sencillo, al par de horas ya no necesitaba consultar mi mapa y hasta los nombres de las calles se me hicieron familiares. El transporte público ni hablar, con precisión de reloj suizo funcionaban las micros que tenían la osadía de publicar sus tiempos de llegada en cada paradero y por supuesto llegaban en el tiempo exacto que informaban. No había filas en ningún lado, se notaba la ausencia de grandes masas de turistas. Y la temperatura, aunque muy fría perfecta acompañante para largas caminatas. Si escribiera este mismo párrafo pero reemplazando todo por sus antónimos entonces tendría la definición de Santiago de Chile.
Así es al otro lado del polo. Si acá abundan las ventanas enrejadas, allá las enormes casas plantadas en enormes prados totalmente abiertos a la calle. Acá sobran los malos humores y tanta gente con el enojo y la violencia a flor de piel, en Oslo parece que buscaran algo en qué ayudarte. Santiago, la capital del smog, del ruido, del apuro, Oslo, la capital de los cielos limpios, del silencio, de la pausa. A la hora del taco de vuelta a casa aparecen los bocinazos y los insultos a partir de las 7 de la tarde, mientras al otro lado del polo eran las 4 de la tarde y a pesar del taco no se escuchaba ningún bocinazo. Y los peatones esperaban el verde para cruzar. Yo concluía "¡estos nórdicos se volvieron locos, están todos enfermos cómo diablos pueden vivir en una ciudad así!".
Comenzaba a nevar, caían copos como si fueran plumas lentamente y balanceándose con el fuerte y gélido viento marino. Rápidamente la ciudad se cubría de blanco e incrédulo tocaba mi chaqueta seca a pesar de la precipitación. Me detuve en una esquina y miré hacia arriba, qué imagen tan única ver caer la nieve en espirales hacia mi rostro y sentir que no te abruma como lo haría una tempestad pluvial. Cerré los ojos y recordé estar a casi 13 mil kilómetros de mi casa y sonreía por lo obvio de la situación, son 13 mil kilómetros en distancia y en tantas, tantas otras cosas.
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