Esperando mi turno en el registro civil para sacar pasaporte. Poco más de tres horas de espera me dieron tiempo para leer, observar y escribir. Esto último sobre una factura porque tenía lápiz pero ningún otro papel.
Sentía libertad, caminar sin rumbo a un lugar sin ser forzado y sin quererlo. Pero camino atado a un número de espera, un lazo atado a mi pie que en algún momento dejará su flacidez liberal y me recodará que debo volver, que he escogido la vida que eligen todos creyendo que el hilo nunca rebanará el pie. Camino sobre zapatos, en mi cuello joyería corbatiana y aguanto el aliento para respirar hacia fin de mes.
Escucho en mis audífonos a cierta autoridad de algún tipo, dice subió una clase de cifra a nivel país, de esas importantes ¡qué orgullo! seremos desarrollados en poco tiempo. Estoy parado junto a un basurero. Veo a un hombre elegante, gabardina al tobillo, habla por su celular de pantalla táctil y da la impresión que habla de cifras elegantes de muchos ceros extranjeros. Fuma la cola de su cigarrillo, se acerca a mí y lanza al suelo y lo pisotea para asegurar su muerte. Todo esto a dos pulgadas del basurero. El crecimiento de otras cifras, el país en rumbo al primer mundo.
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