OCACIONALMENTE ALGO INTERESANTE

jueves, 3 de julio de 2008

Narcozén

Rincón de los Relatos
La primera vez fue en el colegio. Uno de mis compañeros llegó con una ampolla de Narcozén y dijo que se trataba de lo mejor que había probado en su vida. Llevado por conciencias ajenas tomé la pequeña ampolla y puse la dosis debajo de mi lengua, la mejor forma de ingerir el Narcozén. Tardó un segundo en deshacerse, dos en hacer su maravilloso efecto.

Me sentí liviano, en éxtasis, pronto ascendí como si la droga hubiese liberado las barreras de los límites mentales y me llevó más allá de lo natural, a un lugar superior donde podía llegar donde quisiese. Vi colorido más allá de los violetas y rojos, escuché sonidos nunca antes reproducidos por la humanidad, yo lo controlaba todo, nada le pertenecía ni a Dios ni al azar.

Desde entonces nunca pude dejar el Narcozén, renunciar a los aromas que se esconden en los nervios apagados del cerebro, dejar de palpar superficies y formas no descubiertas ni inventadas, imposibles. Mis facultadas aumentadas por el Narcozén llegaban a ser tan irreales que no era capaz de explicarle a mis amigos sobre mis imaginaciones y me era imposible entenderlos. Comprendimos que nuestro potencial se desarrollaba al máximo con una ampolla bajo la lengua.

Nunca entendí a aquellos que se negaban a los poderes del Narcozén. En la Televisión en los Diarios, en los Conciertos, aparecían cada vez más usuarios del fármaco reclamando no sólo su legalización, también apoyaban su uso: “no hace nada si se toma responsablemente”, “los artistas no serían capaces de crear sin Narcozén”, “eso de que es una droga es un concepto antiguo, añejo, sin sustento”. Deportistas, músicos, hombres de negocios, políticos, artistas, líderes de todo tipo hablaban sus maravillosas experiencias con el Narcozén y entonces me convencí: para llegar lejos, la ampolla bajo la lengua.

Así como el cerebro en su potencial normal se cansa con los años, un cerebro potenciado con Narcozén se agota aun más rápido. Cada vez se hace necesaria una mayor (o mejor si es que puedes conseguirlo) dosis de la droga y por ende cada adquisición se hace más cara. Pero no importaba ¿cómo puede ser trascendente el dinero frente a alcanzar niveles de creación, de excitación, de placer infinitos? Desde el televisor hasta las ampolletas de mi casa, nada de eso tiene sentido. Las cosas materiales jamás podrán compararse con brindarle a tu cerebro la posibilidad de alcanzar un nivel más allá del superior.

Con esa premisa de vida me deshice de todo lo material. Todo me molestaba, cada objeto, cada moneda era algo que no era Narcozén y sin embargo transformables en ampollas. La limitada mente de mi madre jamás lo entendió y cuando rechazó una ampolla que le ofrecía estallé en furia y la golpeé hasta aturdirla. La muy estúpida rechazaba llegar a la perfección, por culpa de personas como ella la humanidad jamás alcanzará su cenit, personas cuyas vidas giran alrededor de la materia y la rutina.

“¿Qué harás con ese reproductor de música?” le pregunté una vez a un tipo en la calle y su mirada llena de incompetencia me sugirió que nunca lo intercambiaría por Narcozén. Entonces se lo quité, le di con los puños quienes no sentían dolor (sensación primitiva y absurda) hasta que rindió su objeto hacia mí. Comprendí mi nueva misión: arrebatar a la humanidad de su amor por las cosas y convertirlas en Narcozén, todo lo que una persona necesita para llegar a la felicidad absoluta.


Hace poco mi cerebro empezaba a no soportar funcionar sin dosis continuas de Narcozén y me lo hacía saber. Comenzó a dominar el resto de mi cuerpo en una huelga agresiva por falta de narcótico, me gritaba desde dentro, creaba imágenes espantosas, olores fétidos y putrefactos, convulsionaba y deshidrataba mi cuerpo. “¡Exijo Narcozén!” y me mandaba una aguja de dolor punzante en el estómago. El horror de su rebeldía se me hizo incontrolable.

“Tranquilo, los calmantes te mantendrán relajado” me despertó de pronto una mujer de delantal blanco y cruz roja en las hombreras. Y era cierto. Mi cerebro parecía dormido, entre cansado por su ira y por la droga del hospital. “Vamos a hacerte unas pruebas” anunciaba la doctora cuando ya podía caminar sin temblar. Me pasó un sencillo test matemático, irrisorio reto para mi mente sin fronteras. Entonces sentí como un vacío, un cortocircuito de proporciones, miraba los números y sin embargo nada en ellos me parecía conocido. Quedé paralizado frente a sencillas preguntas, llegué a un nivel de imbecilidad inaudito.

Todo para mi avanza más lento y las cosas que aprendo se desvían al exterior por conexiones neuronales sin vida, el mundo se aceleró sin aviso. Me volví loco tratando de encontrar Narcozén hasta que vendiendo mi cuerpo (inútil cáscara comparada con el poderío universal) logré conseguir algunas dosis. Pero nada reviviría lo que por sobre explotación fue aniquilado. El cerebro normal muere junto con el cuerpo pero el inyectado con Narcozén se queda a mitad de camino, es lógico: como cualquier maquinaria se destruye antes si se usa con intensidades más allá de las programadas de fábrica.

Nada hacía efecto. El Narcozén fallaba al estimular mi cerebro sin células para narcotizar y ni hablar de otras drogas que fracasaban como moscas tratando de derribar planetas. Veinticinco años, ese fue el límite de mi mente.

Hoy soy nada, lo perdí todo a cambio de Narcozén incluyéndome a mí mismo, a la posibilidad de llevar a mi mente a un lugar de superioridad continua. Lo cambié todo por unos parpadeos de placer al parecer eterno. Ahora estoy lejos de sentir cualquier cosa similar a la felicidad, postrado a las calles, esclavo de la hambruna, mirando a la gente siempre desde el suelo. Hoy comprendo lo artificial de aquella superioridad que alguna vez conseguí.

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