OCACIONALMENTE ALGO INTERESANTE

sábado, 3 de enero de 2009

Muerte y Resurrección de Una Idea

Rincón de los Relatos

NOTA, ANTES DE LEER: Si vas a leer esta historia no puedes dejar de leer "Muerte y Resurrección de Un Sueño", una suerte de segundo capítulo sin el cual esta historia pierde la mitad de su sentido (link).

El modelo adoptado por la nación Olethia ha sido siempre criticado por las demás naciones, desde las más poderosas hasta las que tan sólo se forman con una constelación. El lógico aislamiento se vino apenas el Consejo Ejecutivo de Olethia anunciaba las modificaciones al sistema económico. Sin duda no les importó la decisión, la región podía depender por sí sola en todo aspecto.

Trescientos años más tarde Olethia figura sólo de nombre en los mapas estelares del resto de la galaxia y nada se sabe de ellos salvo que son una “tribu condenada al subdesarrollo”. Nadie entraba o salía de Olethia a menos que se tratara de una embarcación pirata o una nave indetectable. Por ello nadie salvo los mismos Olethianos conocían su verdad.

Si hay algo asegurado en Olethia es la vida digna. Se dice que un hombre puede vivir sin ningún centavo toda su vida porque desde los zapatos hasta el sombrero, desde la casa hasta la nave, desde la salud a la educación, todo es otorgado por el Consejo. “Más bien repartido” suelen decir los profesores a sus alumnos en las escuelas porque “cada uno produce lo que mejor puede hacer, dadas sus capacidades y los requerimientos de la sociedad, luego el Consejo toma esta producción y las reparte de manera justa”. Nunca una frase tan simple pudo sostener de tan buena manera una constelación completa donde cualquier significado de pobreza e injusticia había sido erradicado hace décadas y la delincuencia, ya sin razón de ser, había emigrado en su totalidad hacia el resto de la galaxia.

Alejandro es uno de los 15 billones de habitantes de Olethia, un recién egresado de pedagogía de la Universidad Constelar de Olethia, la única por supuesto aunque con sedes en cada planeta de la región. Fue de inmediato asignado a la secundaria de su ciudad en su calidad de profesor titular. Nada mejor, a Alejandro le gustaba enseñar, a los adolescentes les encantaba la clase de Alejandro. Cuando él pensaba en la vida en las otras regiones (qué si eran muy estudiadas en Olethia) agradecía haber nacido dónde está porque no podría tolerar aquello de vivir por el dinero, de sentir que lo que haces finalmente tiene un solo objetivo, de percibir cómo día a día le pierdes el gusto a la vida porque nada es por el simple gusto.

Cierto día Alejandro estaba en su patio mirando el cielo y pintándolo sobre tela. Pensaba en lo hermoso que sería poder retratar el movimiento de las nubes lentamente impulsadas por el viento, pintar el volar repentino de un ave, dibujar los chorros de humo que van dejando algunas naves al pasar. Al terminar su pintura le pareció rígida, sin muchas diferencias con una simple fotografía y entonces realmente lo deseó: “ojalá hubiese alguna forma de pintar el movimiento”. Fue entonces cuando un haz de luz atravesó violentamente su mente y en esa travesía dejó iluminada una gran idea.

Alejandro dedicaba todo su tiempo libre a su idea. Leía sobre física, mezclaba químicos, experimentaba sobre diferentes materiales. Se había vuelto un verdadero científico, convencido del éxito de su invento y los nuevos límites que con ella se alcanzarían. Meses de trabajo lo llevaron al resultado final: tenía entre sus manos una sustancia líquida, espesa y curiosamente luminosa lo que le daba un efecto óptico de movimiento. Incluso al esparcirla sobre una tela corriente la sustancia no perdía aquellas propiedades y sin embargo quedaba totalmente adherida e inalterable.

“Se llama ‘Aqualuz’ y le da un aspecto de movimiento a la pintura, podría pintarse el cielo y sus nubes móviles sobre un pedazo de tela” explicaba Alejandro al Departamento de Producción y Materiales del Consejo Ejecutivo. Allan Quilt, delegado jefe, era quien escuchaba la idea de Alejandro cuya intensión era que el Consejo la produjera para todos los habitantes. Sin embargo Quilt lo miraba frío e interrogante. “¿Cuál es la utilidad de esto?” preguntó visiblemente desinteresado. “Es arte señor” se limitó a decir Alejandro quien en realidad no había pensado en un uso distinto a éste. “¿Y qué materiales se necesitan?” dijo Quilt sin variar el tono. Alejandro le entregó un breve informe donde detallaba los materiales, la maquinaria y los procedimientos para fabricar el ‘Aqualuz’. Quilt le dio una rápida ojeada y algo irritado dijo: “¿Te das cuenta de todo esto?, el Consejo no tiene interés en esta tontería” sentenció el delegado caminando hacia la puerta en una clara invitación para Alejandro y su invento. “¡Espere!” le rogó “sería un gran adelanto, se podría enseñar a pintar con ‘Aqualuz’ en los colegios y daría una nueva perspectiva plástica a la ciudad” Alejandro parecía hurgar profundo en el archivero de justificaciones para su invento. “Ya le dije señor, no nos interesa” repitió Quilt cortés a lo cual, en un arranque irracional, el joven profesor respondió “Yo mismo lo produciré entonces” y le dio un portazo en la cara a un atónito delegado.

Cuando salió del edificio del Departamento Alejandro transpiraba y sentía un frío espantoso, sabía lo que iba a suceder. El estado es el único productor y el que una persona quiera serlo es sinónimo de ambición desmedida, condenable en todo sentido. Corrió desesperado hasta su casa y tiró todos los elementos de su laboratorio en la cajuela de su nave: si la policía llegaba a dar con aquello se perdería su invento para siempre. Y todo pasó como lo había previsto, las sirenas de la policía se acercaban amenazantes y apenas encendió el motor de su nave apreció frente a él todo un escuadrón listo para ejercer el peso de la ley.

El inventor y profesor nunca se había imaginado ascendiendo a toda velocidad mientras una larga fila de policías furiosos lo seguían para darle caza. Para su suerte todas las naves de la región eran exactamente iguales por lo que ir en primer lugar le otorgaba una ventaja eterna si no dejaba su trayectoria perfectamente recta. Cuando los vehículos debieron batir la capa más densa de la atmósfera los policías perdieron distancia, al ser más de dos pasajeros en cada nave y al estar cargadas de equipos perdieron velocidad más rápidamente que la nave de Alejandro. La batalla estaba ganada.

Sin embargo él sabía que las estaciones espaciales de vigilancia serían prontamente alertadas y saldrían en su busca. Ahora no podía contar con la ventaja de la igualdad porque ellos sí tenían mejores naves. Tampoco podía usar un portal de impulso, seguro que en el otro extremo estarían esperando para darle la bienvenida. Sólo le quedaba confiar en que los rumores acerca de estaciones espaciales piratas e ilegales fueran un mito real.

“Un acelerador hiperveloz, por supuesto muchacho pero necesitamos algo a cambio” le decía un mecánico del puesto pirata construido dentro de la concavidad de un asteroide. Alejandro se miraba la muñeca “¿bastará esto?”. El pirata sonrió de buena gana ante el botín. Un reloj de oro con adornos de venticene, una pieza única que el Consejo sólo otorgaba a los más destacados egresados de la Universidad. “Precioso artículo muchacho, vale más que un acelerador sin duda. Siéntate, relájate, en una hora tu nave podrá viajar más rápido que la luz”.
Gracias a un antiguo mapa estelar concedido por el pirata, admirador de los forajidos de la justicia, Alejandro pudo viajar con algo más de confianza y trazó sus rutas con tal de nunca estar cerca de un planeta habitado pero lo suficientemente acertado para no terminar ensartado dentro de una estrella.
Dos semanas comiendo porquerías que intercambiaba por libros en las estaciones piratas pasaron cuando al fin se encontraba a tan sólo unos cuantos millones de kilómetros de la frontera con la región de Astraea, acérrimos enemigos de Olethia. Alejandro lloraba al tener que traicionar a su propia patria pero al mismo tiempo el contenido de su cajuela era demasiado valioso para él como para destruirla así nada más.

Una comitiva fronteriza lo interceptó de inmediato, era la primera vez que tenía contacto con extranjeros. “Somos la patrulla fronteriza Astraena. No temas refugiado” fue el saludo por radio de aquellos quienes rápidamente invitaron a Alejandro a seguirlos camino a la estación de control de inmigración.

“Otro escapado ¿eh?, y vaya chatarra en la que has llegado” comentó el hombre a cargo de inmigración. “¿Qué pasó amigo?” preguntó amistoso. “He inventado algo y en mi patria no lo han querido recibir” respondió Alejandro decaído. “¡Ah! no me digas, te dijeron que no lo producirían porque no aportaba nada a la sociedad” adivinó el controlador ya que había escuchado aquella historia muchas veces. “A los inventores les damos siempre una cordial bienvenida amigo” le tranquilizó y con una señal ordenó a sus hombres acompañar a Alejandro a una oficina continua donde legalizarían su ciudadanía Astaena de inmediato. Una medida decretada como una efectiva arma de guerra social contra sus rivales Olethianos.

La batalla sin armas entre la nación que dejaba y la que lo recibía resultaba absolutamente beneficiosa para Alejandro. Lo condujeron a una moderna ciudad donde le asignaron una acomodada vivienda y una pensión de cesantía hasta que consiguiera empleo o instalara su negocio. Por supuesto Alejandro apenas descansó la primera noche, corrió en la mañana a la oficina de patentes a registrar su invento. En la tarde ya presentaba su idea ante un grupo de empresarios dedicados a impulsar nuevas ideas. Y quedaron maravillados. Alejandro les hizo la misma presentación que hace ya varias semanas le había hecho al representante de su Olethia. “Esto es magnífico” decía uno de los empresarios. “Tiene mucho potencial, te aseguro que una vez lanzada, el ‘Aqualuz’ se transformará en una moda” se animaba otro. “Felicidades muchacho, estamos totalmente dispuestos a financiar tu idea”

Varios meses después el ‘Aqualuz’ se convertía en el invento del año. Todos querían intentar pintar una tela con la pintura móvil y Alejandro era reconocido como su inventor pues la costumbre Astraena no permitía que el inventor quedara sin su gloria. Y cuántas aplicaciones se encontraron luego: juegos de luces para carteles y eventos, prendas de vestir con estampados animados, edificios con fachadas luminosas y dinámicas. Alejandro admiraba lo que su invento generó, lo que él creó y se decía a si mismo "y pensar que sólo bastó que me dejaran hacerlo".

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