Rincón de los Relatos
Aunque
con hartos moretones en el cuerpo Darío se las arregló para volver con un bidón
y 10 litros de biogás al que le sacamos hasta la última gota para rellenar el
estanque de la camioneta y trasladarnos con las latas de atún a algún lugar
menos inhóspito que este desierto espantoso. Si tan solo tuviéramos certeza de
que exista algo que no sea una losa de tierra adusta.
No los
maldigo, eran otros tiempos donde mandaba el presente, el ahora ya. Darío lleva
en su bolsillo todo el tiempo un volante de papel de aquellos tiempos donde
dice “nuestros niños son el futuro” y cada vez que tenemos que pelear con otras
personas por unos litros de biogás o un par de latas de atún, él saca el papel, lo besa y dice “¡viva el
cinismo de aquellos tiempos!” y rompe un ínfimo trozo y lo deja en el suelo.
El
calor es insoportable, 40 grados según el termómetro. El sol parece no moverse
del mediodía mientras manejamos por la carretera adornada a sus costados por
caminantes y sus sacos de latas de atún. Siempre enciendo la radio buscando
sintonías perdidas a pesar que la última frecuencia se escuchó cuando yo era un
niño pero la dejo encendida de todas maneras porque el chicharreo es mejor compañía
que los quejidos del motor y el bamboleo de las latas que llevamos atrás.
No creo
encontrar una explicación más adecuada: el planeta se aburrió. Tanto producir
ofrendas a nuestra opulenta raza y nosotros nunca fuimos capaces de devolverle
la mano. El aire, la tierra, el agua todo terminó profanado por las industrias
que quemaron dinero por decenas de años. Fue voraz, implacable, nadie creería que
las fábricas empezaron a humear en el 1800, hace tan solo doscientos cincuenta años. La
nada misma. Una nada definitiva.
Estoy
muerto de hambre y ya no tengo más papel para echarme a la boca. En todo caso
es un asco aunque si te concentras puedes encontrarle algún gusto agradable Darío
incluso suele decir que tiene mejor sabor mientras más viejo sea el papel encontrado. Mi reflexión se interrumpe por una barricada de neumáticos
quemados defendida por unos motociclistas, de apariencia violenta y dueños de una
larga torre de latas de atún. Detenemos la camioneta y nos armamos con los bates
de béisbol, hechos de un acero que ya ha probado varios litros de sangre.
-Entreguen
sus latas de atún y den la vuelta- ¿habrá valido la pena? Ensuciar tanto el
planeta hasta el punto de aniquilarlo debió tener alguna recompensa. Darío sin
mediar palabra corrió hacia el motociclista y le partió la cabeza con el bate.
-¡Hijos
de perra!- pero debió ser como pagar por una prostituta cara, la satisfacción
del momento, del placer combinado con el poder, el clímax del presente, la
orgía del mañana inexistente. Dos se lanzaron contra mía, pero ni diez juntos
serían capaces de evitar que les rompa todas las costillas.
-¡Mátalo!
¡mátalo!- me grita Darío mientras le desfigura la cara a una mujer derrotada en
el piso. Grandes máquinas destruyeron bosques en parpadeos, enormes fábricas
engulleron el azul de los cielos, la basura comenzó a superar los límites de las
cumbres más altas. Al primero le perforé el pulmón de tanta fuerza que le puse
primer golpe que asesté.
-¡Nooo,
espera por favor!- gritaba el segundo sofocado por la presión de mi bate en su
cuello, por piedad apreté más fuerte hasta quebrarle las vertebras. Estoy
convencido que si nuestros padres vieran cómo es nuestro futuro, no harían nada
por cambiar las cosas porque nunca creyeron que el futuro fuese real.
-Subamos
las latas de atún a la camioneta y larguémonos- dijo Darío mientras botaba un
pedacito de papel al suelo. Antes de salir corriendo a la camioneta busqué en
los bolsillos de los motociclistas y logré dar con un sobre de sal. Porque de
otra manera no se explica, no creo que entendiendo la consecuencia inevitable
no hayan cambiado su modo de vida. Debió ser hermoso vivir en un tiempo donde
el presente tenía todo el sentido, todos los placeres, al punto de valorarlo
todo en el momento. Ahora ya no hay nada en el momento, solo un desierto y
gente matándose por latas de atún.
-¿Te
fijaste que una de las latas traía la etiqueta pegada?- recordé de pronto cuando ya estabamos reiniciando el viaje. Darío mi miró sorprendido, deseando que fuera verdad. Detuvo la camioneta en
seco.
-¡Bájate
y tráela!- al ver la etiqueta aún pegada a la lata nos brillaron los ojos y desnudándola de a poco saqué
íntegro el papel para después cortarlo con mis manos en dos. Con gran satisfacción, incluso excitación saboreamos lentamente el exquisito papel cobertor sobretodo
su interior libre de ese árido sabor arenoso que suele tener todo en estos
tiempos.
Debimos
recorrer unos 30 kilómetros cuando llegamos a un pueblo de casas en ruinas y
personas en harapos aun peores que los nuestros vagando por las calles como
zombies que ya lo han devorado todo y ahora no saben qué hacer. Al ver nuestra
camioneta cargada de latas de atún salieron a nuestro encuentro revitalizados
de pronto por el titiritero que recordó que los controlaba. Nos detuvimos ante
la muchedumbre que nos impedía seguir y nos bajamos portando nuestros bates.
-Amigos,
bienvenidos, bienvenidos sean- nos dijo un hombre enfermo y vetusto. Nos indicó
de inmediato una tienda de campaña donde todos urgían por llevarnos. Darío
prefirió quedarse en la camioneta cuidando las latas de atún.
-Señor,
señor mío- decía el viejo mientras entrábamos a la tienda –mire nada más mire,
tenemos todo tipo de papel, agua y sobres de sal y papel- Con razón el pueblo es
tan miserable, ni una sola lata de atún a la vista.
-Bien
anciano, negociemos- le planteé sin rodeos y sus ojos brillaron y con un
chasquido un montón de niños aparecieron con rollos de papel higiénico. –Un regalo
para usted, un regalo señor mío- me señaló ansioso por complacerme y al segundo
chasquido los niños corrieron a dejar el tesoro comestible a nuestra camioneta.
-¿Esa
agua es de río?- pregunté y una chica de unos 14 años apareció de la nada.
-Así es
señor mírela: un litro de agua, amarilla de limpia ni una gota café y tenemos quinientas de estas ya embotelladas- y era cierto, se veía deliciosa pero escondí mi
encanto para salir exitoso de esta transacción.
-Anciano,
le daré 3 latas de atún por toda su agua y 1000 paquetitos de sal- el pobre se
nota que no ha visto el atún en meses porque llegó a dar un salto de gimnasta
de tanta alegría y de inmediato hizo que los niños del pueblo recogieran el
intercambio para que pudiéramos llevárnoslo. Cumplida su parte le señalé fuéramos a la camioneta para darle las tres latas que él mismo escogería. Casi le da un infarto cuando le
mencioné que podía elegirlas. Caminando hacia Darío noté que de las vigas de
una casa abandonada colgaba un niño con una soga al cuello. Se mecía con el
viento desértico y debía llevar ahí varios días porque su ropa y su rostro
estaban cubiertos de arena.
-¿Qué
le pasó a él?- quise saber y el viejo me respondió con cierta tristeza.
-A ese
chiquillo tonto se le ocurrió abrir una lata de atún para comer, la última que
nos quedaba, la última- y me miró con el semblante rendido –ya sabe usted, ya
sabe. Hay que aleccionar a los niños desde pequeños, desde pequeños que las
latas de atún es lo más valioso, lo más valioso que tenemos y no podemos ir
abriéndolas por ahí para calmar el hambre. Para eso tenemos papel y sal, ¡papel
y sal de sobra!-
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