OCACIONALMENTE ALGO INTERESANTE

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Primogénito


Gira y gira sin controlar nada. Las estrellas se deshacen y se transforman en líneas de luz atravesando el universo de lado a lado. Soledad, diez mil trillones de kilómetros a la redonda de un vacío tan profundo que el golpeteo de un solo átomo en su espalda sería noticia. Gira y gira sin controlar nada. Las revoluciones aumentan, el calor se concentra, siente a sus entrañas pateando desde dentro buscando aliento. El aire de su traje espacial se agota, sus pulmones ruegan por soltar los seguros del casco e intentar buscar la última partícula de oxígeno de todo el cosmos.

“¡Es un niño!” grita su padre orgulloso, un hombre corpulento, de peinado regio y hombreras estelares “¡mi futuro general en jefe!” decía en posición militar frente a la primera ecografía. La madre llora emocionada, imaginando a su futuro hijo volar por los aires por primera vez como lo hizo su padre tanto tiempo atrás. Se toman las manos ya viendo al nonato siendo despedido de la vida con doce escopetazos al cielo rodeado por el cortejo marcial más destacado.

Gira y gira sin controlar nada.

“¡Mira su trajecito!” exclaman en el 'baby-shower' del futuro descendiente. Una polera del mínimo tamaño lo esperará por los siguientes 6 meses. “El estampado es perfecto” opina la amiga solterona revisando cada centímetro del diseño de camuflaje “se te va a perder a cada rato cuando aprenda a gatear” ríe una señora de cabellos tiesos sosteniendo a su propia recién nacida.

Gira y gira sin controlar nada.

“¡Va a superar mi record en vuelo!” aclama su padre al recordarlo en las barracas junto a sus camaradas. “Le darás tu nombre me imagino, como mi padre lo hizo conmigo por supuesto, te dará nietos voladores supongo, como mi padre lo hizo con su padre y éste con el suyo, irá a la batalla presumo, como un verdadero hombre lo haría, matará a cientos y morirá tal cuál héroe estimo, como lo haré yo cuando lo vea convertirse en mi digno heredero”.

Gira y gira sin controlar nada. El aire de su traje sigue débil pero no se agotará, ya lo entendió. Girará y girará sin control a menos que haga algo hasta que su cuerpo se consuma por completo en una agonía tortuosa cuyos gritos nadie escuchará. Recuerda su entrenamiento. Delante de su barriga está la manguera que une el tanque de oxígeno y el casco, es extensa y de un material que aguantaría un cataclismo. Pero es flexible. Su única alternativa.

Gira y gira sin controlar nada. Excepto sus manos que toman con fuerza la manguera de oxígeno para moverla hacia arriba. Con delicadeza ritualista, la enrolla, tres vueltas alrededor del cuello. Ya preparado, tira con fuerza hasta apretar la tráquea, hasta cerrar las vías, tan determinado que sabe que seguirá imprimiendo toda su fuerza hasta incluso después de morir. Sabe que de eso depende dejar de vagar en la soledad del centro de la galaxia.

Las estrellas desaparecen, el negro del espacio se torna rojo, intenso, cálido, líquido. “¡Rápido, llama a alguien que no aguanto el dolor!” Los últimos rumores de la existencia dejan de latir, puede vivir el momento, el momento exacto. “¡Se va, se va, siento que se va!” grita en un sollozo desesperado. El momento exacto donde está a punto de dejar este mundo, es tan satisfactorio. “Lo siento señora, señor, ya no podemos hacer nada”. Ya no gira. Ahora lo controla todo.



miércoles, 31 de octubre de 2018

Box-Spring


Vagando por las calles, un alma en pena. Nunca lo fue. ¡No! Guus fue formidable en sus mejores tiempos, el mejor de su clase, admirado en el etéreo e incluso en el más allá. Algunos creían que su destino fue morir para eso y más lo creían los que supieron de su vida, intrascendente y trivial. Hace dos siglos se escucharon los primeros gritos de espanto causados por Guus, dos pequeños hermanos de 5 y 7 años que compartían habitación corrían despavoridos a la cama de sus padres “¡una sombra papá!” decía uno con la voz quebradiza “¡una sombra debajo de la cama!” sollozaba el otro “¡nos va a comer!” y ninguno de los dos pudo dormir sin una vela encendida y sin la compañía de sus padres por meses.

Guus amaba hacerlo. Amaba ver a los niños mirar bajo el catre antes de dormir, amaba las historias de los adolescentes que juraban haber lo visto, amaba a los adultos que se reían al contar la infantil anécdota pero que por dentro el miedo los carcome desde el subconsciente. Bajo la cama, en esa oscuridad extrema, más negra que la noche sin estrellas, sentía un frío único, delicioso, que le recordaba que lo mejor vino después de haber vivido. Bajo la cama, era poderoso, temible, mítico. Todo era perfecto. Quería morir para siempre.

Durante una noche sin fechar Guus recorría los abismos bajo las camas hasta que una suave muralla lo detuvo violentamente. Extrañado mira hacia arriba y no, no es el colchón pegado al suelo sino una estructura nunca antes vista, del mismo tamaño y forma, que lo sostenía y terminaba en el suelo o casi en el suelo gracias a cuatro pequeñas ruedas dispuestas en cada una de sus cuatro puntas. El espacio entre ese armado y la superficie le resultó demasiado estrecho a pesar de poder desdoblarse a su antojo, demasiado inhóspito a pesar de dominar los espantos.

Averiguó que de pronto se pusieron de moda, averiguó que se fabrican en masa, averiguó que en cada casa, en cada habitación ahora hay uno de esos en vez en la clásica cama con patas y averiguó que no espacio para él, que nadie cree que haya una sombra de origen macabro en el diminuto espacio bajo la cama. Le duele la soledad como un violín mal afinado, le duele el olvido como una aguja ensartada entre la uña y la yema, le duele la muerte, le duele la eternidad.

Vagando por las calles, un alma en pena. Invisible, inaudible. Guus deambula buscando la cama de sus padres, rogando por un abrazo, rogando por volver a estar confortable bajo el calor de las sábanas, rogando por dejar de tener miedo. Rogando por volver a vivir.


martes, 16 de octubre de 2018

Imperivm


Desde las alturas, el grupo de generales observa a sus tropas ordenarse en las cuadrillas designadas listas para comenzar una jornada más de asedio. Romolus Hercinius empieza el galope colina abajo montado en su despampanante corcel blanco que obliga a toda la tropa a mirarlo un poco más arriba del horizonte ¡Este es el día! Grita a todo pulmón mientras pasa revista ¡hoy su arduo trabajo puede traerles la gloria tan ansiada! mira al cielo y al sol comprobando el inicio del día ¡AHORA! Azuzados por su líder motivacional, las tropas ponen manos a la obra lanzando los más diversos proyectiles hacia el otro lado del muro. Saetas rampantes, aceros magníficos, óleos corrosivos, todo es válido para hacer caer a las fuerzas detrás del muro. 

Giulius de Ocrámina un general corpulento de malos hábitos higiénicos que, dicen, es para presionar a los soldados con la proximidad de su olor, corre en su bayo atezado buscando errores, indisciplinas, cualquier excusa para corregir con vigor a quien tenga indicios de flaqueo ¡Más rápido con la carga de esa ballesta, vamos, vamos! No había tiempo para respirar porque ¡no dejen tiempo para responder del otro lado, vamos, vamos! apuntalando con las palabras no había mejor que Giulius de Ocrámina, hasta los soldados sordos escuchan el eco de sus palabras atravesar su espíritu.

Junio Cayo Cicero dirige las tropas desde el borde del muro. Valiente, arriesgado pero sobretodo salvaje. Observa con ojo clínico el alzamiento de las monstruosas helépolis del ejército. Su experiencia lo hace saber que no llegarán a la altísima cima pero la cercanía les permitirá enviar objetos incendiarios al interior. Látigo en mano, Junio Cayo Cicero, no soporta ni la fatiga ni la duda y los rumores dicen que hasta un parpadeo te cuesta el más brutal de los castigos. A cambio, nadie es capaz de levantar torres de asedio como él en el mundo conocido ¡El enemigo está del otro lado! Les grita a sus soldados junto al silbido de su fusta ¡quémenlos! ¡quémenlos a todos!

El cielo es un bello espectáculo de bolas de fuego y estelas carbonizadas, por decenas de miles, cargadas de la ira de un pueblo convencido que los del lado que no ven quieren arrasar con sus ciudades, encender sus cosechas y esclavizar a su descendencia. El rojo, el naranjo, los gritos de odio, la miseria de la guerra, todo es soportable bajo la esperanza de algún día vivir en paz.

Al otro lado de la muralla hay un ejército similar, dirigido por generales tan estrictos como los otros, impregnados con la misma ira, la misma motivación y también ciegos de los hombres detrás del muro. Frente a las enormes bolas de acero enviadas por las catapultas, el general Demetrio Tarcinius mandó a construir enormes vasijas repletas de arena destinadas a amortiguar el golpe metálico. Son necesarios 50 hombres perfectamente coordinados para mover una vasija de un lado a otro para atrapar las bolas metálicas mientras estén cayendo ¡izquierda, izquierda! Comanda Demetrio Tarcinius que tiene prohibido a sus tropas dejar caer las vasijas para tomar un respiro.

Las mechas de fuego son apagadas con certeros chorros de agua y las enormes flechas de las ballestas, atraídas hacia planchas de madera donde quedan clavadas sin dañar a nadie. Los chorros de aceite de las torres de asedio caen hacia tubos encaminados hacia las afueras de la ciudad y cualquier flecha de los arqueros contrarios es atrapada por enormes postes de madera recubiertos con suaves telas. En esa dinámica cualquier general de batalla se daría cuenta el empate constante e inevitable y sin duda en ambos bandos lo saben. Al caer la noche, los generales del bando defensivo manda a sus soldados a dormir a sus hogares con la orden de no desperdiciar fuerzas en otra cosa que no fuera pensar en el día siguiente. Es ahí cuando el alto mando queda solo al centro de donde hubo acción.

Con fuerza sobrehumana nunca vista por sus vasallos, levantan ellos solos las vasijas llenas de bolas metálicas, los postes repletos de flechas y las planchas atravesadas por el asedio, y las llevan a las afueras de la ciudad atravesando el muro frontal como quien nada tiene que temer. Al salir, los generales del bando atacante los esperan sentados en una larga mesa repleta de las comidas más deliciosas, los vinos mejor conservados y las mujeres de las ciudades más exóticas.

Demetrio Tarcinus y su comitiva dejan todo lo que van cargando a un lado de la mesa sin la mayor dificultad para luego acercarse a saludar de abrazos, sonrisas y palmadas en los hombros a los generales contendores que los están esperando. En lo que tarda la noche, los generales comen hasta el hartazgo, beben hasta la inconciencia y abusan de todas las mujeres que pueden. Es una juerga de placer al cual nadie más tiene acceso, de las que ni siquiera existen rumores fuera de ese círculo. Al despuntar el alba, exhaustos de las maravillas dispuestas por orden celestial, los generales atacantes toman los que sus rivales les han dejado: en una acción divina toman todas las flechas, aceros y aceites recogidos por los generales de la defensa y los llevan de vuelta a su lado del campo. Un nuevo día comenzará.

Al despertar, las tropas salen de sus tiendas y encuentran todo como siempre es al comienzo de la jornada. Sus ballestas listas y cargadas, centenares de flechas para recargar sus gastrafetes, miles de bolas de acero para acomodarlas en sus catapultas. ¿Cómo llega todo eso allí luego de acabar con las municiones el día anterior? No terminan de preguntárselo cuando divisan a Giuluis de Ocrámina bajar desde la colina en su precioso corcel blanco. Obnubilados por esa majestuosidad, se apuran en formarse para la batalla muy seguros de sí mismos, seguros de que esta vez caerá la ciudad del otro lado.



miércoles, 22 de agosto de 2018

UnMei

En el espacio infinito, todos sus vacíos son el centro del universo


Frente a frente, los poderosos imperios se enfrascan en la última de las batallas con sus ejércitos, los más inmensos jamás concebidos. Dos inconmensurables cruceros estelares se ven las caras dibujando una órbita mientras deciden quién da el primer paso. Pequeñas naves emisarias van y vienen con sus láser enardecidos por calcinar una vida contraria pero nadie hace el primer contacto. Al mando de una de ellas, Parjamaar Karelis sujeta el timón con su dedo sobre el disparador esperando descargar la ira que le dijeron que ella siente por el enemigo. Sobre una nave similar, Etrunn Reati enfila su proa hacia los enemigos que le dijeron quieren destruir su forma de vida.

Una órbita, la danza de dos esgrimas elegantes, decididas

Dios se estremece hasta sus entrañas cuando es testigo de la primera descarga de frecuencia infrarroja cargada de un calor que el mismo siente arder en su rostro. ¡Y las estrellas estallan en metralla, el caos se ha instalado! Ni siquiera las oscuras fauces del espacio acallan los gritos de dolor de los muertos y sus viudas pidiendo explicación a los cielos y los cielos pidiendo explicación a los hombres y los hombres amasando píldoras metálicas con los dientes para escupirlas por todo el universo. Y Parjamaar contando, uno y dos y tres y excitada gira hacia su estribor en 180 grados mientras se toca la entrepierna y dispara una y otra vez gritando extasiada, derramando el orgasmo de la guerra entre los cañones de plasma ardientes en placer victorioso.

Chispas de fuego cósmico, el grito final de la vida ahogado en la nada

Un estruendo espantoso surge del centro del universo, de todo el universo. La entropía se acelera hastiada de controlar su poder para mantener con vida a sus únicos seres pensantes. Incluso con los cuerpos celestes siendo engullidos hacia la desaparición final, los últimos dos bandos siguen escupiendo acero y rayos lumínicos. La ceguera de Etrunn ante los fenómenos del universo que no le competen, le permite seguir con la danza de la pelea. Hasta quedar finalmente solo él y su nave y las trazas microscópicas de lo que alguna vez fue su nación. Hasta quedar finalmente solo Parjamaar y su nave y el polvo estelar de lo que alguna vez fueron sus compatriotas.

La humanidad se destruye por última vez, revoluciona el cosmos hasta morir

Tiene que valer la pena el último disparo, pensaron ambos y sus pensamientos llegaron el uno al otro porque a esta altura ya nada más queda, ni estrellas ni vacío ni Dios ya vencido en la locura por ver a su creación máxima destruida. El baile comienza con sus naves frente a frente, nariz con nariz, imitando los movimientos del otro, giros, desplazamientos, saltos y brincos, amenazas y arrepentimientos.

El viaje eléctrico ha terminado, pero el último pulso lo daremos nosotros

¡Bum! La primera bala ha sido disparada, no da en el blanco y comienza su viaje hacia lo eterno. ¡Bum! El primer resplandor de rayos gamma ha sido disparado, no da en el blanco y su calor se dispersa hacia el infinito. El intercambio entre Parjamaar y Etrunn es incesante y sin piedad pero ambos, diestros en su arte, no se dejan golpear por nada. Sin el universo, el tiempo se transforma en algo deforme y sin sentido y sin el pasar de las horas, no hay hambre, no hay sueño, no hay calor ni hay frío. Solo las dos naves descargando su furia, su ira de tantos y tantos milenios ahora estancados en una sola batalla final… Hasta que la maquinaria se rinde. Solo queda impulso para un movimiento más. Quedan de frente a una distancia tan cercana que cubre todo el universo. Solo queda la última arremetida y ambos revientan sus propulsores y avanzan hacia el centro del cosmos sin desviarse, sin vacilar, sin pestañear siquiera. La fuerza de la guerra que la humanidad ha sobrellevado desde siempre está a punto de colapsar en una explosión nunca antes vista, que será el final, lo que defina al universo por los siglos de los siglos que le quedan.

Big

¡¡Bang!!


jueves, 15 de marzo de 2018

Caja de Juguetes


Rincón de los Relatos 

Peluches por un lado, muñecos de acción por el otro. El control de la caja de juguetes en juego donde el perdedor quedaría desterrado por siempre en el piso alfombrado de la sala del segundo piso donde las niñas gigantes y sus pies sudorosos lo han recorrido hasta el cansancio, convirtiéndolo en un pantano fétido, húmedo, inhabitable. Teddy E. Oso, general en jefe de los peluches, arenga a su batallón con fuerza montando al pony más blanco de la colección de los blandos juguetes “¡nos creen débiles por nuestra consistencia!” grita golpeándose el pecho hundiéndolo hasta llegar a su espalda “¡Se quieren apoderar de la caja porque se creen modernos, mejores, superiores!” y con su mano apunta al otro lado de la habitación donde la armada de muñecos ordena sus filas “¡la fuerza no lo es todo, nuestro espíritu los aplastará y su confianza será nuestro triunfo!” “¡Uh, uh, uh!” coreaban todos al unísono “¡Derretiremos su piel de plástico y quemaremos sus ropas de genero! ¡Al ataque!”. Cautivados por las palabras de su líder, comenzaron a marchar con la decisión del que ya ha ganado.

“¡Compatriotas!” Maximus Steel de Mattelia, príncipe de los muñecos de acción, es un líder indiscutido y sus palabras son sinónimo de sabiduría, fuerza y esperanza “¡no se dejen engañar por sus caras tiernas y su relleno espumoso, vienen decididos a quitarles lo que les pertenece!” dice apuntando a la caja de juguetes arrinconada al centro de la pared adyacente “¡en sus articulaciones flexibles, en sus accesorios que se venden por separado, está la fortaleza para vencer a esos animales de felpa!” el mismo levantaba su metralleta hecha del mejor plástico que se puede producir en Taiwán “¡qué no les tiemble la mano! ¡la caja es vuestra!”. Casi todo el batallón de muñecos de acción salió corriendo al encuentro con los peluches en el centro del campo de batalla. El resto, levantaba sus pistolas al aire para prepararse a disparar.

Decenas de flechas plásticas con succionadores en sus puntas volaron por los aires buscando víctimas de peluche. El general Teddy, estratega de vasta experiencia, gritó “¡Kongo, Kongo!” y un enorme gorila negro con el rostro sonriente y un corazón en sus brazos, salta del batallón y coloca su espalda hacia el cielo para recibir todas las flechas y proteger a sus compañeros. Veloces jirafas de espuma corrían hacia los lados para atacar por los flancos pero desde el frente, intrépidos robots se convertían en vehículos de guerra y rodaban su encuentro. Por el centro los osos de peluche en una fila perfecta inflaban sus pechos para recibir los primeros golpes y por detrás, los canguros enfilados para saltar por encima de la protección para atacar desde arriba y por el centro Maximus y sus tropas como lanceros en un torneo corrían con sus accesorios de armas plásticas con la punta hacia delante para mellar la defensa contraria y por detrás las más ágiles guerreras de la historia, conocidas como “las Bárbiaras”, y sus múltiples funcionalidades serían un verdadero problema para los enemigos.

Cada paso bajo el piso alfombrado de la sala, escenario de la guerra, les recuerda las consecuencias de la derrota. El exilio en ese pantano infernal sería intolerable y bien valía perder la vida por evitar aquello. Bien lo supieron los impulsivos canguros de peluche cuyo salto solo significo recibir toda clase de golpes y maniobras de las Bárbiaras, entrenadas en diversas profesiones y sin embargo no les fue suficiente contra la incontrolada violencia contradictoria de los perros y sus rostros amorosos y volaban por los cielos la espuma y los brazos desencajados y las arengas de los líderes y el desfile de gatos peludos y monos acróbatas y superhéroes articulados y robots de plástico rígido y la vorágine al centro de la batalla llena de ¡clacs! por las partes desprendidas y ¡jasss! por las costuras desechas. El número de valientes guerreros disminuía rápido al punto de quedar tan solo unos cuantos luchando y luego dos, Maximus y Teddy frente a frente uno sin sus pepas negras que hacían de ojos y el otro con la mitad de sus articulaciones originales. Cansados, abatidos y sobretodo sobrecogidos por la horrible imagen de la sala alfombrada repleta de la pestilencia del plástico muerto, del género roído y de la transpiración y la sangre de los valientes.

Sin decir una sola palabra se rindieron el uno ante el otro. Juntos se proclamaron faraones de la caja de juguetes y con el tratado de paz firmado cada uno se repartió la mitad del nuevo imperio. Solemnemente caminaron hacia sus dominios, escalaron hasta la tapa y entraron cada uno a su mitad. El espacio dentro era enorme, el doble o el triple incluso del que podía apreciarse desde afuera. Teddy y Maximus miraban hacia arriba desde el fondo de la caja parados cada uno en su propio extremo y no podían siquiera comprender lo inconmensurable de las tierras legadas por sus victorias en el campo de batalla. Ambos pensaron que el espacio sobraba, que muñecos y peluches pudieron vivir allí sin siquiera llenar la caja hasta la mitad. Pero nunca lo dirían. Su imperio dependía de ello.


jueves, 8 de marzo de 2018

El Ángel De La Ciudad Subterránea


Rincón de los relatos

Decían que su pálido rostro parecía venir de los más altos edificios sobre las plataformas flotantes de Aería. Decían que en sus verdes ojos crecían extensos y prístinos prados del mundo de arriba y decían que sus cabellos eran dorados porque el mismo sol lanzó su luz directo hacia ellos. La leyenda de Ferina recorre las galerías subterráneas de Sentra de cuando en cuando como símbolo de que incluso las barreras más imposibles pueden ser traspasadas. Sin embargo, Ferina se creía no ser más que una historia en los cuentos infantiles donde los niños nacidos en las entrañas del planeta-ciudad podían soñar con ver la superficie y más aún, llegar a ver los hermosos jardines de la ciudad de los cielos.


“Ferina nació en la última caverna en que llegaba un halo de luz solar que se apagó luego de caer justo sobre su cabeza liberando el ámbar en sus frágiles cabellos. Sus padres, obreros de la sal, trabajaban día a día pensando que algún día podrían ser tan afortunados como para poder enviarla a Surfís, la ciudad de la superficie.”

La leyenda permitía a los niños conocer desde pequeños su posición en la implacable vida del planeta Sentra y sus tres capas sociales.

“Al crecer Ferina, sus ojos se tornaron verdes porque esa luz ínfima le permitió ver las copas de los árboles en lo alto de Aería, la ciudad de los cielos.”

Usualmente los bellamente ilustrados libros de la leyenda vienen con el dibujo de un enorme árbol frutal en este pasaje. Desde hace cinco generaciones que la gente de las galerías subterráneas aprenden lo que es un árbol con ese dibujo y hasta la muerte, solo conocerán la versión de las frondosas hojas verdes con frutos rojos colgando divertidamente de sus ramas.

“Nadie desconocía a Ferina, su belleza era imposible en el submundo. Todos querían a Ferina, su ternura parecía venir desde las nubes de agua más allá de la vista de cualquiera en Uterra, la ciudad bajo tierra.”

Al llegar a esta parte no hay niño que no mire al techo de sus casas. Darse cuenta que el suelo esta sobre sus cabezas es el principal proceso social que un uterrano debe experimentar. Ese es su límite, no hay fuerza que destruya esa barrera. Incluso los niños de la superficie pueden mirar directo al cielo y soñar con éste pero la imagen de lo ilimitado, lo infinito, no pasa más allá de las elucubraciones para un uterrano.

“En su adolescencia, Ferina tenía sueños. Sueños celestes. Sueños de un cielo sin fronteras, sueños de amplitud eterna. Su pesadilla era despertar bajo el aroma tierra seca y metales pesados encerrada en su pequeña casa al final de una de las laberínticas galerías del subsuelo. No podía más, no lo soportaba, se jalaba sus cabellos dorados implorándole al sol dejarle ver su rostro una vez más y entonces, en un despertar, salió de su casa corriendo a toda velocidad con toda seguridad de la dirección final.

Corría y corría y corría.

Kilómetros y kilómetros después llego a una pared de sólida roca y gritó y gritó con tanta fuerza que agrietó la muralla frente a ella y gritó y gritó y la tierra tembló, toda Uterra tembló y toda Surfís tembló y las plataformas de Aería vibraron por los aires agitados.

Llovía en Surfís y con los brazos estirados, Ferina recibió a la superficie sobre su cabello del cual empezaron a creer hojas tan verdes como sus ojos y el rojo furia de su vestido se reveló ante la luz de sol.”

En el clímax de la leyenda los niños igual toman su tiempo en mirar sus uniformes cafés, estándar para la ropa bajo tierra como si la gente se tuviera tanta lástima que prefiere mimetizarse con su entorno a toda costa.

“Ferina siente en sus hombros la vastedad del universo y mira hacia el cielo para encontrarla cara a cara. Allá arriba divisó la más fantástica de las visiones. Las blancas plataformas flotantes de Aería dejaban ver las mágicas aspas encargadas de limpiar el aire contaminado del planeta y sobre ellas, sobre ellas las mansiones de las grandes familias del planeta Sentra, rodeadas de verdes prados y hermosos y coloridos jardines. En ese momento la lluvia cesa, los cielos se abren y el sol se deja ver en toda su realeza aurea.

Ferina lo mira directamente, y lo mira y lo mira hasta perder la vista por gastar los placeres de toda una vida de visión a cambio de segundos de admirar al rey de los astros. Ni en la ceguera total Ferina se sintió tan atrapada en la oscuridad como en las cavernas de su hogar. Supo que jamás volvería y entonces corrió tan fuerte como pudo para dar un salto para tratar de aterrizar junto al inmenso árbol de frutas rojas. Y lo hizo, despegó del suelo está vez dejándolo bajo sus pies y en lo más alto de su salto, un saeta de fuego atravesó su sien. Ferina se convirtió en la última personas de las galerías que los surfisianos permitieron en su mundo, se convirtió en la última en dejar atrás el mundo bajo el suelo.”

En la penúltima ilustración de la leyenda, que acompaña a este párrafo, se ve a Ferina siendo asesinada por la policía de Surfís cuya cólera contra los uterranos se manifiesta en ese simple y certero balazo hacia la cabeza de la leyenda. Es ahí cuando los niños aprenden que salir a la superficie es muerte y que la última vez que verán a una mujer con los ojos verdes y los cabellos dorados será en el último dibujo de la leyenda de Ferina.


jueves, 25 de enero de 2018

Las 7 y 30 De La Mañana Del Viernes

Rincón de los relatos

Daban la medianoche y yo aún caminando bajo la lluvia incesante del pleno invierno, pensando en todo lo que tenía que hacer al día siguiente y al siguiente pero con más fuerza recordaba con un relámpago de nostalgia todo lo que no había hecho ese día y al día siguiente y al siguiente. Ir después del trabajo a juntarme con el club del póker significó dejar de ver a Viviana al menos hasta mañana cuando ignoraría por completo las invitaciones de mis padres a cenar a su casa con la excusa de que al siguiente día si podría y otra vez y será para otra ocasión muchachos del bar y la junta en la plaza con mis ex colegas del colegio, eso quedó para una otra ocasión mucho más distante. Las doce y diez, tantas cosas que se pueden pensar en diez minutos y tan pocas que se pueden hacer en la vida real. Justo llegando a la puerta de mi departamento y esa idea que empieza a florecer, también para mañana y quizás tampoco.

Espero que algún día inventen un aparato que te deje limpio y seco en un par de segundos o una pastilla que te lave los dientes mientras haces otras cosas, tabletas alimenticias que aporten lo necesario para dejar de cocinar y calentar o me encantaría un auto que se condujese a velocidades alucinantes incluso al límite de las reglas físicas para no tardar en llegar al trabajo. Tanto tiempo perdido entre banalidades absurdas, inhumanas. Qué frustrante es empezar el día en la oficina esperando que se encienda el computador y que la innecesariamente aparatosa máquina de café termine de preparar un simple expreso. Anacrónico a esta altura teclear mis pensamientos en vez de pasarlo directo a la pantalla y cuánta lentitud el internet siendo lo último en vanguardia. Si tan solo hubiera más tiempo o avanzara más lento.

Es frustrante pero me resistía a sentirme así. Indagué en lo más profundo de internet y en los más bajos de los mundos hasta dar con un resultado totalmente inesperado. No lejos de mi oficina, instalada torpemente en el distante del suelo piso 16, una tienda de electrónicos ofrecía un extraño producto que solucionaría mis problemas. Después de desembolsar una suma de dinero interesante me hicieron entrar por una puerta oculta en el suelo tras el mostrador. La destartalada tienda quedó atrás para dar paso a una lujosa habitación de paredes blancas y sillones de cuero. Sin más, un sujeto me colocó a la muñeca un reloj de pulsera. Me indicó presionarlo con la palma de mi mano y cuando lo hice, todo se congeló, el tiempo se detuvo. Al presionarlo de nuevo el sujeto volvió a la vida y me hizo una única advertencia.

El costo de para el tiempo es que yo seguía “envejeciendo” pero el beneficio es demasiado valioso para preocuparme por eso. Tan solo unos minutos al día me darían el aire suficiente para poder hacer todo lo que quisiera. Se acabaron entonces los largos viajes en mi motocicleta porque ahora podía recorrer los caminos y autopistas pasando entremedio de vehículos totalmente detenidos y sin que transcurriera una sola milésima de segundo. Lo disfruté por mucho tiempo y luego comencé a hacer otros ajustes. Cualquier caminata por mínima que fuera me tomaba lo que un picaflor demora en completar un aletazo, nunca más me atrasé con un reporte en el trabajo y no volví a llegar tarde a ningún sitio.

Luego de meses de usar el reloj tuve la idea que lo cambiaría todo. Detuve el tiempo antes de dormir y lo volví a hacer correr al despertar. Me sentía tan descansado y al mismo tiempo satisfecho de descubrir que no necesitaba perder mi tiempo durmiendo y por lo tanto tampoco comiendo ni pensando ni siquiera poniéndome la ropa. Los días se hacían placenteramente eternos, lo lograba todo, podía hacer lo de una semana en un día y lo de un mes en una semana.

Y lo de un año en un día y lo de una década en unas horas. No me di cuenta cuando según mi percepción pasaron meses y meses sin ver la noche y otros tantos sin ver el día hasta que llegué al último límite, al deseo de hacerlo todo, todo cuanto pudiera y llegar a todas mis metas y cumplir todos mis deseos y no esperar más un solo segundo y detuve el tiempo un día viernes a las 7 y 30 de la mañana para sentir que nacía de verdad. Mientras el mundo estaba congelado yo era su emperador, el dueño del espacio y la temporalidad me sentí poderoso, invencible pero solo estaría totalmente en control si dejaba la tentación de lado. Me saqué el reloj de la muñeca y lo destruí de un solo martillazo. Sus piezas volaron por varios kilómetros por la fuerza del golpe que no tardo una sola pizca de tiempo en viajar del aire hasta el brutal impacto.

Seguí envejeciendo y envejeciendo y envejeciendo. Nunca me aclararon que para morir se necesita el tiempo, al menos un instante para diferenciar el momento de la vida y la muerte y por tanto soy un ser eterno y duradero hasta que encuentre la manera de volver a activar el reloj para lo cual tengo todo el tiempo que jamás habrá disponible. He recorrido el mundo buscando una copia del reloj pero creo que soy el único. Tampoco hay nadie aquí, nadie atrapado en este estado sin horas, están todos petrificados en lo último que estaban haciendo.

Y yo sigo aquí. Son y siempre serán las 7 y 30 de la mañana del viernes con todo el tiempo del mundo. Sin nada que hacer.