OCACIONALMENTE ALGO INTERESANTE

miércoles, 31 de octubre de 2018

Box-Spring


Vagando por las calles, un alma en pena. Nunca lo fue. ¡No! Guus fue formidable en sus mejores tiempos, el mejor de su clase, admirado en el etéreo e incluso en el más allá. Algunos creían que su destino fue morir para eso y más lo creían los que supieron de su vida, intrascendente y trivial. Hace dos siglos se escucharon los primeros gritos de espanto causados por Guus, dos pequeños hermanos de 5 y 7 años que compartían habitación corrían despavoridos a la cama de sus padres “¡una sombra papá!” decía uno con la voz quebradiza “¡una sombra debajo de la cama!” sollozaba el otro “¡nos va a comer!” y ninguno de los dos pudo dormir sin una vela encendida y sin la compañía de sus padres por meses.

Guus amaba hacerlo. Amaba ver a los niños mirar bajo el catre antes de dormir, amaba las historias de los adolescentes que juraban haber lo visto, amaba a los adultos que se reían al contar la infantil anécdota pero que por dentro el miedo los carcome desde el subconsciente. Bajo la cama, en esa oscuridad extrema, más negra que la noche sin estrellas, sentía un frío único, delicioso, que le recordaba que lo mejor vino después de haber vivido. Bajo la cama, era poderoso, temible, mítico. Todo era perfecto. Quería morir para siempre.

Durante una noche sin fechar Guus recorría los abismos bajo las camas hasta que una suave muralla lo detuvo violentamente. Extrañado mira hacia arriba y no, no es el colchón pegado al suelo sino una estructura nunca antes vista, del mismo tamaño y forma, que lo sostenía y terminaba en el suelo o casi en el suelo gracias a cuatro pequeñas ruedas dispuestas en cada una de sus cuatro puntas. El espacio entre ese armado y la superficie le resultó demasiado estrecho a pesar de poder desdoblarse a su antojo, demasiado inhóspito a pesar de dominar los espantos.

Averiguó que de pronto se pusieron de moda, averiguó que se fabrican en masa, averiguó que en cada casa, en cada habitación ahora hay uno de esos en vez en la clásica cama con patas y averiguó que no espacio para él, que nadie cree que haya una sombra de origen macabro en el diminuto espacio bajo la cama. Le duele la soledad como un violín mal afinado, le duele el olvido como una aguja ensartada entre la uña y la yema, le duele la muerte, le duele la eternidad.

Vagando por las calles, un alma en pena. Invisible, inaudible. Guus deambula buscando la cama de sus padres, rogando por un abrazo, rogando por volver a estar confortable bajo el calor de las sábanas, rogando por dejar de tener miedo. Rogando por volver a vivir.


martes, 16 de octubre de 2018

Imperivm


Desde las alturas, el grupo de generales observa a sus tropas ordenarse en las cuadrillas designadas listas para comenzar una jornada más de asedio. Romolus Hercinius empieza el galope colina abajo montado en su despampanante corcel blanco que obliga a toda la tropa a mirarlo un poco más arriba del horizonte ¡Este es el día! Grita a todo pulmón mientras pasa revista ¡hoy su arduo trabajo puede traerles la gloria tan ansiada! mira al cielo y al sol comprobando el inicio del día ¡AHORA! Azuzados por su líder motivacional, las tropas ponen manos a la obra lanzando los más diversos proyectiles hacia el otro lado del muro. Saetas rampantes, aceros magníficos, óleos corrosivos, todo es válido para hacer caer a las fuerzas detrás del muro. 

Giulius de Ocrámina un general corpulento de malos hábitos higiénicos que, dicen, es para presionar a los soldados con la proximidad de su olor, corre en su bayo atezado buscando errores, indisciplinas, cualquier excusa para corregir con vigor a quien tenga indicios de flaqueo ¡Más rápido con la carga de esa ballesta, vamos, vamos! No había tiempo para respirar porque ¡no dejen tiempo para responder del otro lado, vamos, vamos! apuntalando con las palabras no había mejor que Giulius de Ocrámina, hasta los soldados sordos escuchan el eco de sus palabras atravesar su espíritu.

Junio Cayo Cicero dirige las tropas desde el borde del muro. Valiente, arriesgado pero sobretodo salvaje. Observa con ojo clínico el alzamiento de las monstruosas helépolis del ejército. Su experiencia lo hace saber que no llegarán a la altísima cima pero la cercanía les permitirá enviar objetos incendiarios al interior. Látigo en mano, Junio Cayo Cicero, no soporta ni la fatiga ni la duda y los rumores dicen que hasta un parpadeo te cuesta el más brutal de los castigos. A cambio, nadie es capaz de levantar torres de asedio como él en el mundo conocido ¡El enemigo está del otro lado! Les grita a sus soldados junto al silbido de su fusta ¡quémenlos! ¡quémenlos a todos!

El cielo es un bello espectáculo de bolas de fuego y estelas carbonizadas, por decenas de miles, cargadas de la ira de un pueblo convencido que los del lado que no ven quieren arrasar con sus ciudades, encender sus cosechas y esclavizar a su descendencia. El rojo, el naranjo, los gritos de odio, la miseria de la guerra, todo es soportable bajo la esperanza de algún día vivir en paz.

Al otro lado de la muralla hay un ejército similar, dirigido por generales tan estrictos como los otros, impregnados con la misma ira, la misma motivación y también ciegos de los hombres detrás del muro. Frente a las enormes bolas de acero enviadas por las catapultas, el general Demetrio Tarcinius mandó a construir enormes vasijas repletas de arena destinadas a amortiguar el golpe metálico. Son necesarios 50 hombres perfectamente coordinados para mover una vasija de un lado a otro para atrapar las bolas metálicas mientras estén cayendo ¡izquierda, izquierda! Comanda Demetrio Tarcinius que tiene prohibido a sus tropas dejar caer las vasijas para tomar un respiro.

Las mechas de fuego son apagadas con certeros chorros de agua y las enormes flechas de las ballestas, atraídas hacia planchas de madera donde quedan clavadas sin dañar a nadie. Los chorros de aceite de las torres de asedio caen hacia tubos encaminados hacia las afueras de la ciudad y cualquier flecha de los arqueros contrarios es atrapada por enormes postes de madera recubiertos con suaves telas. En esa dinámica cualquier general de batalla se daría cuenta el empate constante e inevitable y sin duda en ambos bandos lo saben. Al caer la noche, los generales del bando defensivo manda a sus soldados a dormir a sus hogares con la orden de no desperdiciar fuerzas en otra cosa que no fuera pensar en el día siguiente. Es ahí cuando el alto mando queda solo al centro de donde hubo acción.

Con fuerza sobrehumana nunca vista por sus vasallos, levantan ellos solos las vasijas llenas de bolas metálicas, los postes repletos de flechas y las planchas atravesadas por el asedio, y las llevan a las afueras de la ciudad atravesando el muro frontal como quien nada tiene que temer. Al salir, los generales del bando atacante los esperan sentados en una larga mesa repleta de las comidas más deliciosas, los vinos mejor conservados y las mujeres de las ciudades más exóticas.

Demetrio Tarcinus y su comitiva dejan todo lo que van cargando a un lado de la mesa sin la mayor dificultad para luego acercarse a saludar de abrazos, sonrisas y palmadas en los hombros a los generales contendores que los están esperando. En lo que tarda la noche, los generales comen hasta el hartazgo, beben hasta la inconciencia y abusan de todas las mujeres que pueden. Es una juerga de placer al cual nadie más tiene acceso, de las que ni siquiera existen rumores fuera de ese círculo. Al despuntar el alba, exhaustos de las maravillas dispuestas por orden celestial, los generales atacantes toman los que sus rivales les han dejado: en una acción divina toman todas las flechas, aceros y aceites recogidos por los generales de la defensa y los llevan de vuelta a su lado del campo. Un nuevo día comenzará.

Al despertar, las tropas salen de sus tiendas y encuentran todo como siempre es al comienzo de la jornada. Sus ballestas listas y cargadas, centenares de flechas para recargar sus gastrafetes, miles de bolas de acero para acomodarlas en sus catapultas. ¿Cómo llega todo eso allí luego de acabar con las municiones el día anterior? No terminan de preguntárselo cuando divisan a Giuluis de Ocrámina bajar desde la colina en su precioso corcel blanco. Obnubilados por esa majestuosidad, se apuran en formarse para la batalla muy seguros de sí mismos, seguros de que esta vez caerá la ciudad del otro lado.