Rincón de los Relatos
Pasaron un par de días en que lo intentaron todo desde intentar romper el cerrojo de la puerta a patear con fuerza la ventana que parecía más débil, todo por supuesto antes y después de las horas de laborales pues nadie encontró reales razones para dejar de trabajar; sentían un relajo mayor al no pensar en tratar de salir. Al tercer día Valdés, el ingeniero, mostró orgulloso a sus colegas una botella de plástico repleta de un líquido amarillo y de la cual salía una cuerda gruesa. – Una bomba – explicó – según la receta de un portal de internet. Colocó la bomba a quemarropa frente a una ventana, encendió la mecha y corrió a esconderse dentro de la oficina del gerente donde todos aguardaban. ¡PAF! Sonó el estallido, un sonido grande pero carente de fuerza. En efecto sólo la botella había estallado en mil fragmentos pero ni siquiera la alfombra bajo ella logró chamuscarse.
Valdés intercambiaba miradas entre la ventana y su reloj, contaba las horas para salir del trabajo pues se sentía particularmente cansado ese día “clásico del lunes” pensaba mientras se distraía con una hoja que caía lentamente, casi flotaba. Dieron las siete y Opazo apagaba su computador y se despedía de Correa su compañera de escritorio –hasta mañana Rosario, tómate algo para ese dolor de cabeza- Correa levantó la cabeza por sobre su monitor y devolvió la despedida –y tú trata de dormir bien, luces desvelada incluso a esta hora. Reinoso terminaba tarde porque siempre esperaba a que el gerente general le diera el –te puedes ir hoy- antes de retirarse y dar un largo paseo antes de llegar a cocinar, algo que le apasionaba de pronto. -¡Qué noche! ¡Hace un frío espantoso!- exclamaba Díaz buscando calor sobándose los brazos –también tengo frío- le respondía Estévez – pero no entiendo de donde viene, revisé las ventanas y están todas bien cerradas-
En una oficina cualquiera de un edificio tan igual como otros, trabajando ya a deshoras los oficinistas pegaban sus ojos a la pantalla y salvo sus dedos y muñecas mantenían su cuerpo estático, en rigor laboral. Las chispas de los teclados hicieron sentir calor a Estévez, el informático, quien no tuvo más remedio que mirar hacia la costa que en ausencia de moros dio pie para ponerse de pie y abrir la ventana aunque sea un poco para dejar entrar moléculas de aire frío. A pesar de tirar con fuerza el vidrio no destrababa, mantenía su posición estática, en rigor laboral y probó por lo tanto con todas las ventanas a su alcance y comprobó cómo ninguna cedía a sus bíceps poco entrenados. No le quedó más alternativa que tomar un extintor y darle de golpes al porfiado vidrio. Un, dos, tres, la dureza plástica de la ventana no cedía ni en mínimos rayones. Se obligó entonces a extinguir el resto de las ventanas, un, dos, tres, un, dos, tres y nada de quebrazón, nada de aire fresco. Mecánicamente, el resto de sus colegas se puso de pie y tomaron lo que pudieron, basureros de metal, lapiceras de plata, engrapadoras, le dieron con todo a las murallas fortificadas pero ni espadas ni flechas ni asedios pudieron derribar la fortaleza y llegó el escándalo. Pronto descubrieron que en ninguna otra de las salas de la oficina las ventanas lograban abrir y ni hablar de la puerta de salida inexpugnable hasta para los rateros más hacendosos. Se miraron entre todos, subordinados buscaban ayuda de sus jefes y éstos soluciones de los primeros. Resignación se veía en sus rostros.
Pasaron un par de días en que lo intentaron todo desde intentar romper el cerrojo de la puerta a patear con fuerza la ventana que parecía más débil, todo por supuesto antes y después de las horas de laborales pues nadie encontró reales razones para dejar de trabajar; sentían un relajo mayor al no pensar en tratar de salir. Al tercer día Valdés, el ingeniero, mostró orgulloso a sus colegas una botella de plástico repleta de un líquido amarillo y de la cual salía una cuerda gruesa. – Una bomba – explicó – según la receta de un portal de internet. Colocó la bomba a quemarropa frente a una ventana, encendió la mecha y corrió a esconderse dentro de la oficina del gerente donde todos aguardaban. ¡PAF! Sonó el estallido, un sonido grande pero carente de fuerza. En efecto sólo la botella había estallado en mil fragmentos pero ni siquiera la alfombra bajo ella logró chamuscarse.
Agradecidos de la habilidad de Correa, la abogada, para transformar las alfombras en almohadas el personal de la oficina despertaba con mejor humor cada mañana y además alentó a todos a aportar con ideas para sobrellevar mejor el claustro. Paredes, de relaciones públicas, convirtió unos llaveros promocionales en piezas de ajedrez para la diversión y Díaz, de informática, se lucía con sus chistes pasados de tono luego de las diez de la noche. Las distracciones convivían con alambres destraba-cerrojos y puntales quiebra-vidrios. Inventos destinados al fracaso sin embargo.
A la primera semana descubrían con asombro las increíbles habilidades culinarias de Reinoso, el estudiante en práctica, que con sal y agua era capaz de hacer un estofado notable. Con él y Sobarzo haciendo su mejor café el asunto alimenticio estaba de consenso solucionado. Mejor aún, el gerente general se deshacía en felicitaciones por la productividad al fin apuntando hacia arriba. Todos estaban tan ocupados en las horas de descanso como en las horas laborales: Correa resolvía casos a favor de la empresa de día y trabajaba en la fabricación de colchones en las noches, Paredes conseguía nuevos socios en Chicago y Ámsterdam mientras transformaba panfletos en juegos de cartas, Sobarzo destilaba agua con azúcar para variar el menú bebestible y Díaz junto a Estévez preparaban una obra de teatro que prometía galardones de oro y aplausos de pie mientras trabajaban en mejorar las redes internas de la oficina que duplicarían la velocidad de intercambio de archivos. Nadie eso si olvidaba empujar la puerta de salida al pasar por ahí o tratar de romper el vidrio de alguna ventana cercana con una certera patada.
-¿Cómo estuvo la noche?- preguntaba Valdés al practicante una mañana cualquiera mientras bebían café. -Bastante bien- agradeció la pregunta –ya me acostumbré a mi nuevo colchón- y Valdés le golpeaba el hombro antes de ir a su escritorio y recomenzar los cálculos de ayer. Correa y Opazo, la contadora, llegaron luego por el café que acompañaron con un par de gotas del destilado de Sobarzo y chismes acerca de los ronquidos de Correa y los discursos nocturnos del gerente general. Díaz y Estévez a esa altura ya estaban de cabeza en sus labores mientras se podía ver a Paredes llegar corriendo a su escritorio mientras se acomodaba la camisa dentro del pantalón.
Valdés intercambiaba miradas entre la ventana y su reloj, contaba las horas para salir del trabajo pues se sentía particularmente cansado ese día “clásico del lunes” pensaba mientras se distraía con una hoja que caía lentamente, casi flotaba. Dieron las siete y Opazo apagaba su computador y se despedía de Correa su compañera de escritorio –hasta mañana Rosario, tómate algo para ese dolor de cabeza- Correa levantó la cabeza por sobre su monitor y devolvió la despedida –y tú trata de dormir bien, luces desvelada incluso a esta hora. Reinoso terminaba tarde porque siempre esperaba a que el gerente general le diera el –te puedes ir hoy- antes de retirarse y dar un largo paseo antes de llegar a cocinar, algo que le apasionaba de pronto. -¡Qué noche! ¡Hace un frío espantoso!- exclamaba Díaz buscando calor sobándose los brazos –también tengo frío- le respondía Estévez – pero no entiendo de donde viene, revisé las ventanas y están todas bien cerradas-
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