Manto estelar sobre piel de marfil custodiado celosamente por celestes binarios, estáticos y atentos guardianes de todo lo que existe y será. Mi mano quisiera ser tan hábil para transformarse en nave espacial y recorrer esa galaxia hasta su última estrella, viajar por las misteriosas constelaciones, los mil y un zodiacos. Soles escarlatas encienden sus llamas a temperaturas insondables y el universo se pone en movimiento, imposible de percibir con los pies en tierra pero no para quien viaja a través de ese océano de contracciones leves, dilataciones tenues, espontaneidad creativa, destrucción divina. Cruzando la nube de estrellas, hilares de cometas navegan como saetas de luz oscura, deliciosa absorción acompañada por ráfagas de vientos creadas por todas y cada luna orbitando en todos y cada planeta orbitando en todas y cada estrella. Los discos plateados han resuelto una vez más y así como cada cierto tiempo (¿siglos, milenios, es primera vez?) cubrir su luz y sumir a sus sistemas solares a un tiempo de paz, invitándolos a un baile premeditado y coordinado. Todo lo ajeno es entonces violentamente expulsado y mi corveta estelar no es excepción. Impulsores de magnitudes físicas imposibles se unen para rechazar cruel destino pero se enfrentan a una fuerza que ni el Olimpo reunido en pleno podría contrarrestar. A la deriva quedo entonces en la nada misma que no es ni estrellas ni espacio ni siquiera su ausencia, esperando al próximo minuto o la siguiente eternidad a que las rejas del firmamento abran sus puertas y la celestial energía de aquellas esferas orbitales vuelvan a pintar ese manto estelar sobre piel de marfil.
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