En mi vida he estado más horas bajo las atenciones de un dentista más que de cualquier otro profesional de las ciencias médicas y les diré, no hay experiencia más digna de destacar que la extracción de una muela o exodoncia para los entendidos. La última de ellas me la hice hace unos cuantos días y la victima sería una muela superior a la derecha, destruida a causa de la ortodoncia y la adicción al azúcar.
Casi las tres de la tarde y yo iba preparado para una extracción, un proceso que después de haber pasado por frenillos, taladradas al hueso, tratamientos de conductos y la extracción de las muelas del juicio me parecía una cosa rutinaria y sencilla. Entro por la puerta transparente de la consulta y veo cómo pasa el dentista de un pasillo al box mientras se mete los guantes porque apenas me vio de lejos sabía lo que venía. Hasta ahí todo bien y fue entonces cuando el dentista dijo “¿empecemos al tiro nomás?” y luego de afirmar con mi cabeza continuó “vamos a operar entonces”. Operar. Esa simple palabra transformó todo. El box se transformó en un quirófano, el dentista en un cirujano y la extracción en una operación. Se vino el primer sobresalto.
Tendido en la camilla yo estoy acostumbrado a que los profesionales dentales hagan con mis dientes cuanta cosa se les ocurra desde usar sus curiosos espejos hasta esos taladros cuyo infernal sonido recuerda los terrores de infancia. Estoy acostumbrado sobretodo a ver todo eso, a observar antes la forma de las pinzas que van a juguetear en mis muelas pero esta vez la auxiliar me tapó el rostro con un paño verde, clásico de un pabellón, que tenía un espacio libre justo para la boca. Eso me asustó de verdad. Mil veces prefiero ver a la aguja de la anestesia acercarse con ímpetu a mis encías antes que recibirla de golpe.
Tres pinchazos y empecé a sentir el líquido adormecedor recorriendo la autopista nerviosa apurándose por avisar a los transeúntes que durante las siguientes dos horas aquel sector estaría bloqueado. De inmediato el destinta comenzó su trabajo y cuando sabes que te picanea la encia con un gancho metálico y filoso y no te provoca dolor viene el primer respiro. Bendita, bendita anestesia. Raspaba, picaba, dedos, pinzas, succión de saliva, algodones, es un caos total mientras te sorprendes de mantener la boca abierta a pesar de la invasión. La punta de la lengua se seca, una manguera cuelga de un lado de tu boca, sientes la sangre colgando de la lengua para no caer a la garganta. Pero de alguna manera estaba distraído, pensando en escribir esta misma historia supongo.
Viene el momento de la extracción. No es que el dentista me avise pero el que esté jalando el pedazo de hueso con una pinza te lo advierte. Ese es el peor momento de todos, no duele en lo absoluto y lo aseguro ante notario. Lo incomodo, lo angustiante, es la violencia con que el dentista practica este proceso. Con una mano afirma mi cabeza y con la otra tira de la pinza con toda su fuerza y no es en una dirección, comienza a girar y mover la pinza de lado a lado probando suerte con diferentes ángulos y entonces oyes a tu muela crujir en un grito de auxilio y desesperanza. Lo sabe, esta a punto de perder sus raíces y se resiste al punto de preferir que la desgarren a pedazos antes que la saquen de un solo jalón.
Cuando eso termina te sientes cansado. “Necesito sacar una radiografía para ver que no queda nada” la auxiliar me lleva a una sala de rayos y mientras vamos por un pasillo voy cabizbajo, rendido, me dio la sensación de ir de vuelta a mi celda. Me dejé caer pesado sobre una silla mientras esa mujer me disparaba radiación al sector previamente ultrajado. Verificado el buen estado del proceso volví a la camilla.
Seguía un procedimiento donde tenían que rellenar el hueco dejado por el diente con alguna sustancia para una finalidad que no vale la pena contar. Terminado eso ambos, el dentista y su auxiliar, se pusieron a observar el trabajo hecho. “¡Excelente!” celebró el dentista. “Quedó muy bien, súper bueno” decía ella “¿a ver?” le pedía. El dentista hurgó con su espejo y una varilla con un gancho en cada extremo y decían “¿Ve?” “interesante ¡a ver! ¡a ver!” se me antojaron excitados y contagiado pensaba “¡eso! ¡eso! ¡sigan, vamos!”.
Unos cuantos puntos para cerrar y un algodón para masticar y mantener pegado al ahora ya sector "desmuelado" y operación terminada. Al fin con la boca cerrada y de pie. Acompañé al dentista entonces al escritorio de la ausente secretaria y me dijo “ahí están los detalles” me pasó una boleta y sin más remedio saqué la chequera y le extendí uno cruzado y a su nombre. Le entrego el cheque y entonces me llevo la mano a la cara, de repente sentí un puntazo en la zona operada aunque no duró más que dos segundos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario