Vagando por las calles, un alma
en pena. Nunca lo fue. ¡No! Guus fue formidable en sus mejores tiempos, el
mejor de su clase, admirado en el etéreo e incluso en el más allá. Algunos creían
que su destino fue morir para eso y más lo creían los que supieron de su vida, intrascendente
y trivial. Hace dos siglos se escucharon los primeros gritos de espanto
causados por Guus, dos pequeños hermanos de 5 y 7 años que compartían
habitación corrían despavoridos a la cama de sus padres “¡una sombra papá!”
decía uno con la voz quebradiza “¡una sombra debajo de la cama!” sollozaba el
otro “¡nos va a comer!” y ninguno de los dos pudo dormir sin una vela encendida
y sin la compañía de sus padres por meses.
Guus amaba hacerlo. Amaba ver a
los niños mirar bajo el catre antes de dormir, amaba las historias de los adolescentes
que juraban haber lo visto, amaba a los adultos que se reían al contar la
infantil anécdota pero que por dentro el miedo los carcome desde el
subconsciente. Bajo la cama, en esa oscuridad extrema, más negra que la noche
sin estrellas, sentía un frío único, delicioso, que le recordaba que lo mejor
vino después de haber vivido. Bajo la cama, era poderoso, temible, mítico. Todo
era perfecto. Quería morir para siempre.
Durante una noche sin fechar Guus
recorría los abismos bajo las camas hasta que una suave muralla lo detuvo
violentamente. Extrañado mira hacia arriba y no, no es el colchón pegado al
suelo sino una estructura nunca antes vista, del mismo tamaño y forma, que lo
sostenía y terminaba en el suelo o casi en el suelo gracias a cuatro pequeñas
ruedas dispuestas en cada una de sus cuatro puntas. El espacio entre ese armado
y la superficie le resultó demasiado estrecho a pesar de poder desdoblarse a su
antojo, demasiado inhóspito a pesar de dominar los espantos.
Averiguó que de pronto se
pusieron de moda, averiguó que se fabrican en masa, averiguó que en cada casa,
en cada habitación ahora hay uno de esos en vez en la clásica cama con patas y
averiguó que no espacio para él, que nadie cree que haya una sombra de origen
macabro en el diminuto espacio bajo la cama. Le duele la soledad como un violín
mal afinado, le duele el olvido como una aguja ensartada entre la uña y la yema,
le duele la muerte, le duele la eternidad.
Vagando por las calles, un alma
en pena. Invisible, inaudible. Guus deambula buscando la cama de sus padres,
rogando por un abrazo, rogando por volver a estar confortable bajo el calor de
las sábanas, rogando por dejar de tener miedo. Rogando por volver a vivir.
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