Rincón de los relatos
Daban la medianoche y yo aún
caminando bajo la lluvia incesante del pleno invierno, pensando en todo lo que
tenía que hacer al día siguiente y al siguiente pero con más fuerza recordaba
con un relámpago de nostalgia todo lo que no había hecho ese día y al día
siguiente y al siguiente. Ir después del trabajo a juntarme con el club del póker
significó dejar de ver a Viviana al menos hasta mañana cuando ignoraría por
completo las invitaciones de mis padres a cenar a su casa con la excusa de que
al siguiente día si podría y otra vez y será para otra ocasión muchachos del
bar y la junta en la plaza con mis ex colegas del colegio, eso quedó para una
otra ocasión mucho más distante. Las doce y diez, tantas cosas que se pueden
pensar en diez minutos y tan pocas que se pueden hacer en la vida real. Justo
llegando a la puerta de mi departamento y esa idea que empieza a florecer,
también para mañana y quizás tampoco.
Espero que algún día inventen un
aparato que te deje limpio y seco en un par de segundos o una pastilla que te
lave los dientes mientras haces otras cosas, tabletas alimenticias que aporten
lo necesario para dejar de cocinar y calentar o me encantaría un auto que se condujese
a velocidades alucinantes incluso al límite de las reglas físicas para no
tardar en llegar al trabajo. Tanto tiempo perdido entre banalidades absurdas,
inhumanas. Qué frustrante es empezar el día en la oficina esperando que se
encienda el computador y que la innecesariamente aparatosa máquina de café
termine de preparar un simple expreso. Anacrónico a esta altura teclear mis
pensamientos en vez de pasarlo directo a la pantalla y cuánta lentitud el
internet siendo lo último en vanguardia. Si tan solo hubiera más tiempo o
avanzara más lento.
Es frustrante pero me resistía a
sentirme así. Indagué en lo más profundo de internet y en los más bajos de los
mundos hasta dar con un resultado totalmente inesperado. No lejos de mi
oficina, instalada torpemente en el distante del suelo piso 16, una tienda de
electrónicos ofrecía un extraño producto que solucionaría mis problemas.
Después de desembolsar una suma de dinero interesante me hicieron entrar por
una puerta oculta en el suelo tras el mostrador. La destartalada tienda quedó
atrás para dar paso a una lujosa habitación de paredes blancas y sillones de
cuero. Sin más, un sujeto me colocó a la muñeca un reloj de pulsera. Me indicó
presionarlo con la palma de mi mano y cuando lo hice, todo se congeló, el
tiempo se detuvo. Al presionarlo de nuevo el sujeto volvió a la vida y me hizo
una única advertencia.
El costo de para el tiempo es que
yo seguía “envejeciendo” pero el beneficio es demasiado valioso para
preocuparme por eso. Tan solo unos minutos al día me darían el aire suficiente
para poder hacer todo lo que quisiera. Se acabaron entonces los largos viajes
en mi motocicleta porque ahora podía recorrer los caminos y autopistas pasando
entremedio de vehículos totalmente detenidos y sin que transcurriera una sola
milésima de segundo. Lo disfruté por mucho tiempo y luego comencé a hacer otros
ajustes. Cualquier caminata por mínima que fuera me tomaba lo que un picaflor
demora en completar un aletazo, nunca más me atrasé con un reporte en el
trabajo y no volví a llegar tarde a ningún sitio.
Luego de meses de usar el reloj
tuve la idea que lo cambiaría todo. Detuve el tiempo antes de dormir y lo volví
a hacer correr al despertar. Me sentía tan descansado y al mismo tiempo satisfecho
de descubrir que no necesitaba perder mi tiempo durmiendo y por lo tanto
tampoco comiendo ni pensando ni siquiera poniéndome la ropa. Los días se hacían
placenteramente eternos, lo lograba todo, podía hacer lo de una semana en un
día y lo de un mes en una semana.
Y lo de un año en un día y lo de
una década en unas horas. No me di cuenta cuando según mi percepción pasaron
meses y meses sin ver la noche y otros tantos sin ver el día hasta que llegué
al último límite, al deseo de hacerlo todo, todo cuanto pudiera y llegar a
todas mis metas y cumplir todos mis deseos y no esperar más un solo segundo y
detuve el tiempo un día viernes a las 7 y 30 de la mañana para sentir que nacía
de verdad. Mientras el mundo estaba congelado yo era su emperador, el dueño del
espacio y la temporalidad me sentí poderoso, invencible pero solo estaría
totalmente en control si dejaba la tentación de lado. Me saqué el reloj de la
muñeca y lo destruí de un solo martillazo. Sus piezas volaron por varios
kilómetros por la fuerza del golpe que no tardo una sola pizca de tiempo en
viajar del aire hasta el brutal impacto.
Seguí envejeciendo y envejeciendo
y envejeciendo. Nunca me aclararon que para morir se necesita el tiempo, al
menos un instante para diferenciar el momento de la vida y la muerte y por
tanto soy un ser eterno y duradero hasta que encuentre la manera de volver a
activar el reloj para lo cual tengo todo el tiempo que jamás habrá disponible.
He recorrido el mundo buscando una copia del reloj pero creo que soy el único.
Tampoco hay nadie aquí, nadie atrapado en este estado sin horas, están todos
petrificados en lo último que estaban haciendo.
Y yo sigo aquí. Son y siempre
serán las 7 y 30 de la mañana del viernes con todo el tiempo del mundo. Sin
nada que hacer.
1 comentario:
Pues somos 2 encerrados en el tiempo...
7:30 de un viernes...
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