Rincón de los Relatos

Ahora Víctor, con canosas
reminiscencias de su otrora abundante cabellera y la lentitud del tiempo pasado,
camina hacia el supermercado de la gran ciudad a comprar el pan para colaborar
con la casa de su hija, sentirse útil ya que ella y sus nietos y su yerno lo han
acogido con aceptación e indiferencia. “Trae del pan que nos gusta, tu sabes” y
Víctor piensa en el camino “pan especial” para no olvidarlo “y té, una caja de
bolsas de té” le pidió y se acordaba de su madre y de la señora del almacén “bolsitas
de té señora” le decía y no había más preguntas porque la caja azul siempre fue
la de té.
El enorme supermercado lo recibe
abriéndole las puertas antes que pudiese tocar las manillas. “El té primero, el
té primero” se decía a sí mismo pero entre tanto mar de colores y formas nunca
los pudo encontrar “¡joven! ¡joven! ¿dónde están las cajitas de té?” y el joven
de camisa presuntuosa y corbata gris le indica con el dedo y le dice “unos dos
pasillos más allá” le da las gracias con una reverencia sumisa porque sin
errores, un hombre con camisa y corbata siempre ha sido importante. Llega al
pasillo de té y es una estantería repleta de suelo a techo, a lo largo y lo
ancho, de cajitas, cajas y cajotas que reclaman ser té. Comienza a leer la
cantidad de apellidos. Hierbas de todo tipo, frutas exóticas, geografías
lejanas, cientos de colores y tamaños y propiedades que su perfecta salud jamás
necesitó. “Azul, azul, azul” y había decenas de cajas azules y se empezó a
sentir nervioso de no poder contar con la señora Leonor y su sapiencia en las
artes de las hojas de Ceilán. Inseguro ante tantas opciones tomó uno azul cualquiera
sabiendo que siendo té, sería bueno.

“¡Pero papá!” exclamó su hija al
revisar la mercadería “¡trajiste de este pan integral con semillas que no le gusta a nadie!” a Víctor le temblaron las orejas que nunca olvidaban el castigo de su madre
enojada cuando niño y agachó la cabeza como pidiendo perdón. “¡Pucha mamá!” alega
su nieta mayor “¿quién compró este té de arándanos?... ¡Sí sabes que el tata no
sabe! ¿para qué lo mandan a él?” avergonzado se retiró arrastrando sus pies mientras
imaginaba patear una cajita que ya podía ser azul o verde o blanca y eso lo
mareó y se sentó en el enorme sillón de la sala de estar que nadie ocupaba
nunca mientras escuchaba “Ya hija, no vamos a mandar más al tata a comprar” y el viejo
Víctor se imaginaba ese pan con manjar del tarro café que nunca volvería
saborear y se entristecía al saber que no se enteraría si ese gato roñoso se
vengaría del astuto ratón.
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