Rincón de los Relatos
El pueblo comenzaba a conocer el progreso y aunque rural, apartado y pequeño, tenía ambiciones de metrópolis y ya se veía al obrero de la pequeña ciudad de casas bajitas trabajar en el pavimento de las cuatro cuadras rodeando la plaza. Mientras éste labraba, los niños del pueblo asiduos futbolistas y saltadores de cuerda hacían fila frente al vendedor de baldes y palas de playa a pesar de ser un pueblo más bien de cordillera. La fascinación por el pavimento lo ameritaba, no porque fuera un adelanto increíble o una novedad fantástica, los niños espiaban al obrero con baldes y pala en mano esperando su descuido y así poder asaltar la mezcla de helado de vainilla. El obrero ya cansado quiso relajarse en un momento de la soleada tarde y ¡zas! dio la espalda a la obra y los niños se lanzaron de bruces al cremoso pavimento y acabaron con todo en un par de segundos y el obrero furioso trataba de darles caza ¡malditos niños, vuelva acá! decía y los niños ya corrían muy lejos levantando polvo y comiendo helado de vainilla.
Una semana completa y el obrero seguía con las calles en ripio y cansado ya de los molestos chiquillos fue donde el alcalde a pedir una solución. Señor alcalde, le dijo, si cambiamos el helado por mango o maracuyá los niños no lo tocarán, casi suplicaba pero el alcalde aunque progresista muy cauteloso, somos un pueblo pobre, respondía, no podemos darnos lujos tropicales aquí. Rendido se le vino un recuerdo cuando era más niño, su madre para quitarle la manía por el chupete le ponía gotas del ají más fuerte de la región y un dos días de lengua ardiente y calor bucal dejó la manía por siempre. Eso haría, mezclaría gotas de ají con el helado de vainilla y los niños no querrán en su vida probar otra vez un puñado de helado.
Llevaba una mañana entera de trabajo y se había percatado hace horas a los niños escondidos tras un banco de la plaza esperando el momento exacto para atacar. El obrero entonces detuvo su trabajo y simuló ir a la llave de agua de la calle a refrescarse, sólo eso bastó para que en un relámpago los niños estuvieran tomando el pavimento a puñados para engullirlo con toda delicia. Los pobres niños comenzaron a gritar desesperados lengua afuera y batiendo sus manos tal abanicos para pasar el terrible ardor y llorando volvieron a sus casas buscando auxilio. Repetir la experiencia horrorosa al día siguiente les enseñó la maldad contenida dentro de la crema engañosa ya no más sabor vainilla.
Algunas semanas y la plaza reunía al pueblo completo. Todos orgullosos y deslumbrados con la belleza de las calles amarillas listas para recibir al ansiado progreso y los adultos adulaban a su alcalde mundano y a su obrero esforzado mientras los niños hacían fila frente al vendedor de abanicos súbitamente de moda. En este furor el alcalde inauguró la primera piedra del primer edificio de altura de ese pueblo ahora mirando de más cerca ser capital y los pueblerinos soñaban con pasar de campesinos a caballo a ciudadanos tras un volante.
Ya inmiscuidos en la rapidez de los nuevos tiempos las calles olían todas a vainilla y ají. La plaza parecía más pequeña rodeada de sombras altas y cuadradas y los ruidos de voces fuertes y motores galopantes le traían un aspecto vivo, colorido, de todos lados venían a visitar la nueva ciudad hermosa hasta la última viga mientras los niños del pueblo hacían fila frente al vendedor de corbatas de la plaza, repentinamente más popular que nunca.
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