La batalla estaba perdida desde
el principio y por suerte un manojo de rebeldes lo sabía. La fructífera perla
azul arrancaba su brillo eterno con manos rabiosas, ínfulas de diosa invencible
y determinación avasalladora. Preocupados del brillo de nuestros propios
reflejos nos fue imposible si quiera darnos cuenta del casi fatídico final de
nuestro otrora hogar y tuvimos que correr por primera vez con los depredadores
a nuestras espaldas. Heladas infernales y crudos veranos, volcanes con
precisión milimétrica y grietas engulléndonos famélicas, desiertos quitándonos
el agua de las manos y tormentas de nieve rancia, todos nos obligaron a salir
disparados hacia el espacio sin ningún rumbo ni destino más que seguir la
marcha y agradecer día a día poder levantarnos para seguir la marcha un día
más. Y otro día y mes y año y décadas y siglos.
Así al menos es la historia porque los recuerdos de épocas antes de nuestro huevo metálico en el espacio se han perdido casi todos y los que quedan están rodeados de misticismo e incredulidades. Ese pasado impreso en los suelos de la Tierra donde se cuenta que el cielo a veces era azul y a veces verde, de jornadas eternas bajo una estrella placentera, incluso se dice que los niños agarraban tierra a puñados para comer de la misma fuente como si sospecharan que era un platillo tan exclusivo, tan infinitamente delicioso. “Algún día llegaremos a probar uno igual” me dice Jofisena mientras trotamos por el sendero de la plaza visiblemente exhausta por mi actitud depresiva.
Antes era un recuerdo lejano, de
cuando le hacía preguntas incómodas a mamá “¿de verdad los árboles salían solos
del piso?”, “¿de verdad tenían lagunas kilométricas?” “¿de verdad podías viajar
por días sin recorrerla por completo?” y cosas así. Cuando preguntaba sobre los
puñados de tierra solía decirme “Tranquilo, vamos derecho para allá. Además
dicen que tenía mal sabor” como creerle algo así si todos los niños lo hacían.
La voz de mi madre se pierde con todas las personas que me han dicho lo mismo.
Cuando la cúpula de la nave comienza a simular el amanecer lo primero que todos
hacemos es mirar por las ventanas y verificar que todo siga negro. Eso nos
calma, nos dice que seguimos en camino.
Mientras más crecía y más
responsabilidades adquiría me fue importando menos el asunto de la tierra y los
amaneceres sintéticos. Con mi mente ocupada en la academia de ingenieros
mecánicos y luego en mis primeros empleos empecé a buscar las maneras de hacer
mejor mi trabajo, de ganar más dinero para comprar un departamento en la punta
de la nave, de ascender a jefe de ingenieros y luego: ver crecer a mi hijo para
convertirse en ingeniero y en jefe de ingenieros todo más rápido que yo, ocupar mi tiempo libre en el trote o en el
fútbol, emborracharme con mis excompañeros de academia. Empecé a mirarme al
espejo más seguido, no soportaba ganar peso o verme con ojeras o perder el
cabello y llené mi calendario de sesiones y ejercicios y eso es lo primero que
hago en la mañana y lo último al despuntar la Luna virtual. Hace muchísimo
tiempo dejé de mirar la ventana al espacio exterior.
“La nave va hacia allá hijo” a
pesar de que han pasado 40 años de su muerte sueño con la voz de mi madre
prometiendo el puñado de tierra al final del camino. Es algo reciente, ahora
que estoy retirado viviendo solo en mi enorme departamento a metros del gran
ventanal del frente de la nave. Cuando era niño quería que viviéramos aquí para
ser los primeros en ver el nuevo planeta. Cuando lo conseguí ya no era el
mismo, estaba contento por escapar de los pedestres barrios pegados a los
enormes y ruidosos motores traseros. El aire sintético me parecía más limpio de
este lado del mundo.
“La nave va hacia allá hijo”
estoy seguro será lo último que escuche antes de morir. Hasta entonces, saldré
todos los días de mi casa recorriendo a pie los 20 kilómetros de largo de la
humanidad sobreviviente hasta llegar a la muralla metálica que nos separa de
los motores. Soy el único ahí, sentado escuchando el constante sonido del
viaje, el bramido del homo sapiens en medio de años luz de nada.
Acá se escuchan fuerte pero he
notado que el rumor de los motores se oye hasta la punta de la nave. Es lo que
nos mantiene con vida. Saber que los días siguen pasando. Los motores continúan
encendidos. La nave nunca detendrá su avanzar constante. Por los siglos de los
siglos.
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