Rincón de los Relatos
Al recorrer las calles camino a comprar pan no puede evitar volver a su pueblo natal, Víctor recuerda la antigua de infancia donde su madre le daba
unas monedas oxidadas porque fueron acuñadas siendo viejas. Le decía “compra
pan hijo, del especial y un litro de aceite” y para ello una botella de vidrio
vacía. A una cuadra de su casa y sin cruzar una sola calle estaba “Chile Chico”
el almacén de la esquina hacia el cuál Víctor caminaba impulsando una cajita de
cartón celeste, y por tanto de leche, en todo el recorrido demorándolo el
doble, triple del tiempo necesario. “Especial o corriente” decía la señora
Leonor que siempre era añosa y se le notaba en el delantal los rastros polvorientos
de su honesto y tradicional trabajo. Y el aceite luego era bombeado de un
enorme tarro verde y no había equívoco, con el pan podía errar y llevar
corriente pero el aceite era el mismo de toda la vida. Al llegar a la casa, el
pan con el manjar del frasco café era su premio junto con la historieta de sus dibujos favoritos. El
tiempo pasaba lento pero no en vano, había tiempo para reír, recuerda Víctor,
tiempo para mirar el techo y contar las manchas dejadas por las arañas
aplastadas por la pala y la escoba y para distinguir los profundos ojos de las
tablas de madera del piso.
Ahora Víctor, con canosas
reminiscencias de su otrora abundante cabellera y la lentitud del tiempo pasado,
camina hacia el supermercado de la gran ciudad a comprar el pan para colaborar
con la casa de su hija, sentirse útil ya que ella y sus nietos y su yerno lo han
acogido con aceptación e indiferencia. “Trae del pan que nos gusta, tu sabes” y
Víctor piensa en el camino “pan especial” para no olvidarlo “y té, una caja de
bolsas de té” le pidió y se acordaba de su madre y de la señora del almacén “bolsitas
de té señora” le decía y no había más preguntas porque la caja azul siempre fue
la de té.
El enorme supermercado lo recibe
abriéndole las puertas antes que pudiese tocar las manillas. “El té primero, el
té primero” se decía a sí mismo pero entre tanto mar de colores y formas nunca
los pudo encontrar “¡joven! ¡joven! ¿dónde están las cajitas de té?” y el joven
de camisa presuntuosa y corbata gris le indica con el dedo y le dice “unos dos
pasillos más allá” le da las gracias con una reverencia sumisa porque sin
errores, un hombre con camisa y corbata siempre ha sido importante. Llega al
pasillo de té y es una estantería repleta de suelo a techo, a lo largo y lo
ancho, de cajitas, cajas y cajotas que reclaman ser té. Comienza a leer la
cantidad de apellidos. Hierbas de todo tipo, frutas exóticas, geografías
lejanas, cientos de colores y tamaños y propiedades que su perfecta salud jamás
necesitó. “Azul, azul, azul” y había decenas de cajas azules y se empezó a
sentir nervioso de no poder contar con la señora Leonor y su sapiencia en las
artes de las hojas de Ceilán. Inseguro ante tantas opciones tomó uno azul cualquiera
sabiendo que siendo té, sería bueno.
“Pan especial, pan especial” se
repetía por miedo a que su torpe memoria lo traicionara en el momento justo.
Varios pasillos más allá estaba el sector panadería con una innumerable
cantidad de panes a disposición del cliente y nadie detrás del mostrador para
preguntarle por un kilo de pan especial. Miraba y miraba y una mujer joven con
cara de niña al verlo perdido le pregunta qué busca y dice “el pan especial” y
ella naturalmente le dice “de este cajón para allá son todos los especiales”.
Largos, cortos, aplastados, blancos y oscuros, algunos manchados otros con
pepitas negras y otros con rojas y escritos en cada cajón nombres extranjeros
ilegibles. Pasó largos minutos mirando y mirando la diversidad de la panadería
y a desesperado tomó una bolsa y echó el pan que le pareció el más especial de
todos.
“¡Pero papá!” exclamó su hija al
revisar la mercadería “¡trajiste de este pan integral con semillas que no le gusta a nadie!” a Víctor le temblaron las orejas que nunca olvidaban el castigo de su madre
enojada cuando niño y agachó la cabeza como pidiendo perdón. “¡Pucha mamá!” alega
su nieta mayor “¿quién compró este té de arándanos?... ¡Sí sabes que el tata no
sabe! ¿para qué lo mandan a él?” avergonzado se retiró arrastrando sus pies mientras
imaginaba patear una cajita que ya podía ser azul o verde o blanca y eso lo
mareó y se sentó en el enorme sillón de la sala de estar que nadie ocupaba
nunca mientras escuchaba “Ya hija, no vamos a mandar más al tata a comprar” y el viejo
Víctor se imaginaba ese pan con manjar del tarro café que nunca volvería
saborear y se entristecía al saber que no se enteraría si ese gato roñoso se
vengaría del astuto ratón.
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