Rincón de los Relatos
Ese pobre infeliz de la silla de
ruedas, el viejo de traje con cara de lástima, el de piernas cortadas sobre la
patineta y ese malabarista sin talento de la esquina. Cada día bajo el sol
infernal del verano contando los pesos regalados por conductores indiferentes
ante el tránsito atestado que los obligo a detenerse. Cierran los ojos por
momentos y ven directo al cielo buscando paz en la sombra roja que traspasa los
párpados y vuelven a la carga con sus rostros pedigüeños escondiendo la
vergüenza que no se les quita como piojos de infante, pobres diablos ¡cuánta
miseria por un par de pesos! Ya no recuerdo cuántas monedas de esas sin valor
le pasé al sujeto de la esquina que ya ni se si hacia piruetas con una pelota
desinflada o caminaba cojo regalando lástima al taco matinal.
Aunque es un estacionamiento
público, él se estaciona siempre en el mismo lugar y se incomoda un tanto
cuando lo encuentra ocupado así, toma la precaución de llegar un poco más
temprano a la oficina. La rutina le hace olvidar el número de piso y simplemente
aprieta el botón del elevador por costumbre, con la posición de la tecla
memorizada mientras busca en su bolso la tarjeta de acceso para no perder
tiempo buscándola parado frente a la puerta. Camina directo a su escritorio
saludando por reflejo a quien sea se encuentre en su camino. Se sienta frente a
su ordenador y mientras se enciende cierra los ojos para descansar un segundo mientras
el blanco ejecutivo y pulcro de la pantalla llega como un rayo escarlata a
través de sus párpados.
¡Pobre torpe! Todo el día
lanzando pelotitas de tenis al aire y se le caen igual, sonríe graciosamente
antes de caminar a través de los autos a pedir colaboración. Debe ser un
soñador si cree que le daré algo, por último que lo haga bien. El flojo de la
silla de ruedas hoy no está, se quedó dormido seguramente y se perdió los cien
pesos que le doy todos los días porque no vaya a pensar que le daré doscientos mañana.
Dos minutos tarde ¡dos! Y ya está el tipejo del auto chico ocupando mi lugar.
Él se fue contento de mi oficina,
casi me hace una reverencia por un aumento de un décimo de su salario actual. Trabajaré
más duro jefe, me decía mientras caminaba hacia atrás poniendo cuidado en no
darme la espalda. Y lo tengo ahí, todos los días arrinconado en una silla de
escritorio con el respaldo torcido y un computador antiguo y sin embargo se
sienta ahí todos los días esperando por las monedas que le doy a fin de mes
porque si fuera más astuto vería que su salario significa menos de cinco
minutos de ganancias.
Ya, le di cincuenta extras. Como
no viniste ayer, le expliqué, estaba demasiado agradecido casi que me besa la
mano. Pobre gentuza que se vuelve loca con tan poca propina.
Lo pasé a ver lo primeros días
después del aumento y trabajaba como nunca, se quedaba hasta más tarde y
llegaba más temprano.
Me saluda ahora con más alegría,
¡cómo está! me saluda amistoso y sonriente y le paso los cien de siempre y
¡hasta mañana! y vuelve a estirar los brazos para darle cuerda a su silla de
ruedas.
Pero siempre funcionan igual. De
a poco comenzó a volver a su rutina y rendimiento acostumbrado.
Ya no me saluda tan efervecente,
me mira y me reconoce pero apenas ya me da las gracias. Por cientocuenta pesos
fue mi amigo un par de semanas.
Así que lo llamé a mi oficina y
le dije, he visto los resultados de tus reportes y estoy muy contento, mi
miraba cual perro adiestrado antes de correr a atrapar la varilla que agitas en
la mano.
Le di los mismos cien y un
cigarrillo. Me da gracia verlo casi saltar de la silla de ruedas a ver si ahora
no me saluda todas las mañanas.
Y con eso lo tendré por el
siguiente mes sonriente a pesar de ser un pobre bastardo atrapado en su miseria
de rutina.
Cierra los párpados. Deja que la
luz blanca, plana, sea una sombra roja dentro de tus ojos por unos segundos... ¿Por cuánto sonreirás hoy?
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