-¡Hey!
¡Tomás!- al ver que su amigo no lo escuchaba corrió entre la multitud de la
calle hacia él casi tropezando por culpa de sus altos tacones.
-¡Tomás,
te grité y ni me hiciste caso!- jadeaba Cecilia por la abrupta carrera.
-Ceci,
no te escuché- respondía desanimado, casi derrumbado.
-¿Estás
bien? te ves terrible- olvidó el cansancio para estar preocupada.
-El
trabajo me tiene harto, ya no aguantó más esto de trabajar todos los días como
chino- apenas dicho esto una escandalosa sirena sonaba desde todas partes y un
puñado de policías vestidos totalmente de gris se hizo presente rodeando a
Tomás.
-Señor,
acompáñenos por favor- dos que parecían gemelos lo tomaron de las axilas y un
tercero, también idéntico, le puso las esposas con una velocidad y pericia que
demostraba sus condiciones de policía de elite.
-Por
favor yo…- a pesar del alboroto Tomás pareció reconocer su error –les juro fue
sin intensión, se los juro por favor no me lleven- lloraba de susto y
arrepentimiento mientras Cecilia lejos de colaborar se reía.
-¡Jajaja!
¡cálmate hombre, no llores como mujercita!- le gritó a todo pulmón y en un
parpadeo pasaba por el mismo procedimiento que Tomás y así de rápido se los
llevaron a la comisaría en los lujosos autos blancos de la policía.
La
pieza es un cubo perfecto con paredes de espejo que desde afuera son en
realidad ventanas. En el centro geométricamente determinado se emplaza el
centro de una mesa cuadrada de vidrio transparente y dos sillas de acrílico
pegadas al piso dispuestas una exactamente frente a la otra. En una de ellas
Tomás aguardaba con las manos esposadas sobre la mesa ya vestido con el overol
marrón del imputado, con el rostro cansado y derrotado por la circunstancia,
con el cuerpo temblando y sus pensamientos divagando entre quienes
supuestamente lo miraban con ojos acusatorios al otro lado de los espejos. Al
pasar un tiempo imposible de medir una puerta se abre en una de las paredes
cuyas ranuras desaparecen de la vista al volver a cerrarse. Un hombre calvo, con
el rostro totalmente rasurado, cejas, barba y bigote, vestido con un uniforme
negro se hace presente cargando únicamente una placa transparente.
-Veamos,
veamos- dice mientras toma asiento y revisa algunos archivos en la placa
computacional. Todo esto sin mirar aún a Tomás quien no dice una palabra.
-¿Sabes
por qué estás aquí verdad? ¿sabes dónde estamos?- pregunta el policía sin
levantar la vista.
-Sí
señor, estamos en la prefectura de tolerancia- respondió robótico, esperando lo
peor.
-¿Se da
cuenta de lo necesario de su presencia aquí?- Tomás podía ver que el policía
revisaba su ficha de vida –es usted un buen trabajador, padre ejemplar y hasta
vive en un barrio decente- dejó la placa sobre la mesa provocando un sonido
vidrioso que retumbó por toda la sala –y ahora mírese- el calvo inspector
levantó los brazos mostrándole su nueva realidad.
-Por
qué no dijo trabajo mucho, duro, harto, hasta el cansancio, teniendo tantas
alternativas para expresarse- acusó al cabo de unos minutos de silencio eterno
–lo que usted dijo es horrendo, discriminador e ignorante ¿o acaso usted ha ido
a china o conoce algún chino personalmente?- no lo dejó hablar –por supuesto
que no ¿verdad? como siempre la discriminación partiendo desde la oscuridad de
la ignorancia- chasqueó los dedos y un contingente de policías de blanco, esta
vez visiblemente armados, levantaron violentamente a Tomás de su silla y se lo
llevaron sin mediar reclamo ni avisos de por medio. Mientras salían con Tomás
otros policías de blanco entraban con Cecilia.
-¡Tomás!-
pero él pasó colgando de los brazos de los policías con la cabeza gacha y los
oídos sordos.
-¡Oiga
esto es injusto!- reclamó Cecilia al calvo ejecutor de la ley con tono desafiante
y mirada pugilista. No pudo sin embargo resistir la fuerza de sus escoltas
albos que la sentaron con fuerza sobre la silla de acrílico que ocupase Tomás.
-¡Esto
es un atropello, una…!- harto, el policía mayor golpeó la mesa de vidrio al
punto de resquebrajarla y hacer retumbar las paredes de espejo en un vaivén que
hizo temer a Cecilia que toda la estructura se viniera abajo.
-¡Escúchame
bien pendeja de mierda!- el rostro del policía se desfiguró en rabia y parecía
capaz de cualquier atrocidad. Cecilia de inmediato quedó sometida.
-“no
llores como mujercita, no llores como mujercita”- repetía citando la frase
culposa –¿te crees muy graciosa?- le preguntó mientras se inclinaba hacia ella
apoyado en la mesa apretando los puños –La sociedad está harta de esta
violencia- dijo mientras le indicaba con un gesto de apertura de brazos las
murallas de espejo –Tu amigo y los chinos, tú y las mujeres ¿acaso te parece
bien reírse de ellos, referirse de manera despectiva a toda a una raza o a un
género? ¡tú genero!- apuntó con un dedo acusador. El policía de negro volvió a
tomar asiento y jugaba con las manos bajo su barbilla en postura pensante.
-Mírate
ahora apesadumbrada por la realidad, por el reconocimiento de tu falta. Todos
te condenamos, yo y todos los que te miran a través del vidrio pero eso no
basta y sabes muy bien el castigo- Chasqueó los dedos y el procedimiento
anterior se repetía. Policías armados y de blanco impoluto se la llevaban a
rastras, vencida, hacia la siguiente etapa del castigo por su lengua soez y tan
llena de discriminación.
-Estamos
hasta el cansancio de mierda como tú que viene a destruir nuestra sociedad de
unión y aceptación total- le susurró al oído antes de dejar la habitación.
-¡Castigo doble para esta basura!-
A Tomás
lo lanzaron dentro de otra habitación igual de cúbica pero con murallas
metálicas y negras iluminada por barras del neón más blanco que jamás había
visto. Una decena de puertas rechinaron al mismo tiempo y un puñado de
justicieros cubiertos por ropas blancas de cuerpo entero exceptuando sus
achinados ojos entraron en hordas repitiendo diferentes frases y cargando mazos
de espuma.
A
Cecilia la rodeo un contingente similar sin duda todas mujeres y lo hicieron
saber hablando fuerte y claro sus consignas mientras resonaban los mazos sobre
sus manos. Estaban dispuestas a todo con tal de reprender a la ofensora. Al
sonido de unas campanas comenzaron a llover los garrotazos mientras Cecilia
estaba convertida en un ovillo indefensa en el gélido piso. Sus gritos de
auxilio quedaban ahogados entre los disparos verbales de cada una de las “mujercitas”
que con fuerza sobrenatural descargaban su ira.
“¿Acaso
los hombres no lloran?
Las
mujeres somos igual de fuertes que los hombres.
Es un
prejuicio porque somos más sensibles.
En el
mundo moderno nadie debería hacer distinciones de género de este tipo.
Ya no
somos el sexo débil ¡hasta cuándo!”
Y llovían
las consignas desde todas partes y desde ninguna
“Si no
has estado en China no hables.
Discriminar
un país, una nación con una burla ignorante merece condena.
¿Qué
quisiste decir con ‘cómo chino’? ¿acaso el resto no trabaja o es que el recibir
abuso es nuestra característica?
Nadie
puede hablar así si no conoce nuestra verdad.
El
trabajo forzado pertenece a un pasado de abusos y falta de leyes, una parte
oscura de la historia que no es para la risa”
Y los
relámpagos de espuma terminaban siendo golpes de puño y escupos en el rostro.
Ciento
cuarenta golpes recibió Tomás de cada ejecutor, doscientos ochenta Cecilia por
orden del policía de la sala de espejos, para luego ser retenidos un día
completo dentro del salón oscuro para darles tiempo de reflexión y meditación
en oscuridad y soledad total. Al día siguiente los sacaron a rastras dos
policías idénticos y de blanco porque no se podían los pies por el abatimiento
ni podían abrir los ojos por la vergüenza.
Antes
de dejarlos partir, les marcaron sus identificaciones con una pequeña esvástica
de tinta negra, la primera para cada uno, para recordarles a ellos y a los
demás que habían incurrido en una grave e inolvidable falta.
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