Decidí
salir de mi departamento a caminar un rato, no porque haya un día bonito,
soleado y caluroso en pleno invierno, es que ya no aguanté más el ahogo y el
encierro en el recuerdo de Catalina y lo inimaginable que aún me parece no
volver a verla nunca más. Bajé lentamente las escaleras, mi cuerpo negándose a
cualquier actividad más que acostarse a mirar caer gotas del techo. El sol me
pega fuerte en la cara y comienzo a caminar hacia el parque más cercano para
volver a echarme sobre mi espalda ahora bajo la sombra de un árbol. ¿Qué será
de mi vida ahora con tantas horas libres, con tantos poemas que desechar,
tantos pensamientos de sobra?
Encontré
un lugar despejado, fresco y sombrío para recostarme a escuchar mis propias
penas al punto de casi llorar, de casi no poder respirar es de esos pequeños
lapsos en la vida en que sientes que entre vivir y morir casi no hay
diferencia. Un estúpido perro callejero se me acerca y le digo “¡córrete
mierda!” cómo si hablarle solucionara algo. Por supuesto no me obedeció, se
paseaba entre mis piernas y estaba tentado a lamerme la cara. ¡Por favor! Justo
ahora que sólo quiero estar tranquilo, que ni una mosca me moleste. Y en esa reacción
le atino un manotazo al perro que ahora sí huyó raudo. No fue el único en
precipitarse.
Sin
darme oportunidad alguna de entender un grupo de gente se agolpó frente a mí.
Unas mujeres me gritaban casi llorando en rabia que yo era una bestia, un
imbécil por tratar así a ese perro que merecía que me maltrataran igual que a
él. Insultos venían y venían y yo sin entender sin saber qué decir ante mi incredulidad
y la pena propia que todavía me rondaba. Antes que se pusiera peor, y hablo de
camisas que se arremangaban y gargantas que cargaban saliva, llegó la policía a
calmar la situación. Y de la menara más lógica, me agarraron y de un tirón me
levantaron del suelo, me esposaron y me arrojaron al vehículo policial.
Ni
siquiera me atreví a preguntar mi delito de hecho al principio pensé que me
llevaban sólo para sacarme de ese enredo y luego dejarme en casa pero las
esposas y las miradas inquisidoras escapaban de esa explicación. Ya frente a un
oficial mayor en una sala de interrogatorios me dijo brevemente la naturaleza
de mis cargos: así que pegándole a los perros weoncito, te vay a secar adentro,
e hizo un gesto con la cara que provocó me empujaran hasta un largo pasillo que
terminaba en una puerta enrejada.
Mi
compañero de celda tiene una radio casera y me permitió escuchar las últimas
novedades noticiosas del día. Un hombre en un parque había golpeado
salvajemente a un indefenso canino callejero, por suerte transeúntes vieron lo
sucedido y reportaron a la policía los hechos. Gracias a las autoridades el
perpetrador ya se encuentra detenido. Y la gente entrevistada, animada
respondía las preguntas del reportero: se lo merece por indolente, es una vergüenza
de ser humano, deberían meterlos a todos presos. Terminaba la nota con reportes
sobre los cuidados de rehabilitación dados al perro, el encuentro de un nuevo
hogar para él y la conclusión sobre el precioso final de la historia con un
perrito sano, feliz, de cola inquieta y mirada alegre.
Ahora
paso los días sentado, solo, apoyado en una de las murallas del patio de la
prisión esperando que las horas pasen con el recuerdo de Catalina tan vivo como
siempre y añorando estúpidamente que alguien se apiade de mí porque hasta el
día de hoy nadie me ha venido a preguntar cómo me siento después de todos los
manotazos en la cara que me han dado.
1 comentario:
La verdad cuando leí el comienzo creí que sería una hisoria sobre los dificiles momentos... pero con lo del perro... bien merecido se lo tenía el protagonista xD jahhaha aunque si hubiera sido real me hubieras llamado aunque fuera para ir a visitarte no?
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