Rincón de los Relatos
La
noche, ciclo oscuro, tenebroso. Hecho para salir a las calles con los muchachos,
todos con sus armas a mano a saldar cuentas porque en la vida nada es gratis.
No puedes entrar en mis territorios sin sentir la esquizofrenia de la primera
bala en la rodilla, el calor de la sangre llenándote las manos, la desesperación
de la muerte segura y más tarde rogar por dejar el sufrimiento de lado y tomar
la última carga entremedio de los ojos.
Al
fondo de un callejón humeante el Rolo y el Niño retenían al Rucio que se hacía
el rudo ofreciéndoles pelea pero ellos solo lo empujaban de vuelta al suelo.
-Jefe,
aquí está el encarguito- reía el Rolo luego de escupirle la cara al Rucio.
-¿Quién
eris tú?- exigió desde su humillación en el suelo. Todos reaccionan igual, al
principio se hacen los valientes tratando de intimidar al agresor.
-¡Cállate
mierda y no lo mirís!- le dijo el Niño con una patada de regalo en su vientre.
-¿Te
acordai de la minita que te tiraste ayer?- con una señal el Rolo y el Niño lo
levantaron y lo agarraron firme contra la pared del fondo del callejón. Me
acerco a su cara y mirándolo a sus ojos llenos de ira le susurro –era la mía- y
el placer de la primera agresión aceleró mis pulsaciones, ver su nariz
sangrando a mares mientras comienza a pedir revancha hace correr electricidad
por mis venas.
-Peliemos
los dos po’ uno a uno como los hombres- esa frase me fascina hasta la médula.
El muerto acudiendo a la valentía de su agresor. ¿Qué valor tiene ser valiente
después de todo? ¿Por qué él cree que cambiaría el placer de verlo morir lentamente
por resguardar mi honor? y lo dice mientras trata de respirar por su nariz
congestionada, mientras sus rodillas tiemblan avisándole lo inevitable.
-Me cansó
este weón- a mi señal el Niño y el Rolo tiraron al Rucio de vuelta al suelo y
el Rasca y el Liendre, que me flanquean siempre, sacan sus pistolas y las ponen
a su vista.
-Mira
maricón ¿te gusta?- decía el Rasca poniéndose la pistola en la entrepierna y pasándosela
al Rucio por la cara lo que nos hizo reír a todos mientras el otro corría la
cara enojado. Es curioso cómo algunos no tienen miedo cuando ven un revólver.
Es que mientras no lo vean en acción creen que pueden escapar, la ira de estar
atrapado cubre la única verdad.
-Media
weá, te sacaría la cresta a combos los dos solos- insistía el pobre incauto.
Miro al Liendre y con un rápido movimiento le pone la primera bala justo en
medio del pie izquierdo. Recuerdo ese dolor, se siente como un clavo atravesando
tus carnes, tus nervios, es insoportable pero no tanto como para abatirte y
terminar de sufrir.
-¡¿No
te gustó metérselo a mi mina conchetumadre?!- le digo fuerte para que escuche a
pesar de sus gritos. El dolor es un analgésico maravilloso, de inmediato calmó
su agresividad, sus ganas de continuar, pasó de querer luchar a pedir piedad.
-No
sabía que erai el pololo, no la veo más lo juro- Me gusta escuchar el primer
ruego a ojos cerrados, captar cada timbre, cada nudo en la garganta, cada
lágrima a punto de caer. Las promesas de un hombre abatido están llenas de
esperanza, juran al que los acribilla, rezan al cielo buscando piedad de último
minuto. Me agacho a su altura para ver su rostro, no perderme detalle de cómo
cambiará su semblante de ahora en adelante.
-¿Rucio,
mierda, vo’ creís que yo soy weón?- y sus pupilas desaparecieron, su cara se
llenó de tiza, sus labios entraron al desierto y sus manos de pronto invadidas
por un Parkinson incurable.
-¡Espera,
espera, por fa espera!- cierra sus ojos con fuerza, casi para destruir sus
párpados. Quiere evitar ver a toda costa mi pistola descargada sobre su
rodilla. Presiono lentamente el gatillo mientras mis ganas de verlo gritar
aumentan imaginando cómo se tira a mi mina. El clic, el martillazo del
percutor, la explosión de la bala, las carnes retorcidas por el metal. Grita
tal cual animal destripado en vida.
-¡Cállalo
Rasca!- la patada en plena boca le dejó un amasijo de sangre y dientes y pedazos
de labio que sepultan el nuevo horror del que era víctima en silencio. Es para
una fotografía. El Rolo y el Niño afirman sus brazos mientras él está sentado
con la cabeza colgando pero aún consciente. Su zapatilla nada en sangre y su
cara irreconocible entre la patada en la cara y el golpe que le asesté en la
nariz.
-¡Qué
me mire!- El Liendre se coloca detrás y le afirma la cabeza mientras le dice
algunos insultos y le pega palmadas en la nuca.
-Yo la
saco a pasear, le pago a su puto dentista, le compro las weas que me pide, si
ella me necesita me llama y voy, todo el tiempo estoy con ella, para ella, y
venís vo’, te la engrupís un par de días y te la tirai- le apunto el arma a la
cabeza mientras lo escucho que trata de decir algo.
-A ver
a cuántas se lo hacís en el patio de los callaos- no hay nada mejor, nada
mejor. Allí sin vida, del Rucio brotan sus últimos hilos de sangre, la venganza
completa, el pago saldado. Matar parece algo tan despreciable pero nadie que lo
haya hecho lo dice. La mezcla de la humedad del callejón, el olor coagulado, el
humo del cañón, no hay sensación comparable, no hay obra tan magistral como ver
el cuerpo sin vida de tu víctima y el Rucio se había ganado el honor de ser el
centro de la pieza.
Lo
dejamos ahí tirado entre un montón de bolsas de basura para luego despedirnos
de un corto abrazo y perdernos entre las calles nocturnas. Y si alguien piensa
que el asesino regresa a casa con una mochila llena de culpas… la gente debería
matar más seguido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario